Hagamos un trato

Hagamos un trato:

vamos a querernos como las flores del campo

al rocío de la madrugada.

Siendo tan diferentes… Tú agua y yo planta.

Siendo tan parecidos,

formados los dos por sustancias eternas y etéreas.

Siendo conscientes de que amarnos

no significa pensar igual en nada.

Siendo apasionados, cada uno a su manera:

yo fijado al suelo buscando la luz del sol,

tú volando libre como nube que fluye en la alborada.

Respetando nuestros tiempos, nuestros cambios,

adorando nuestras esencias dispares

que nos deslumbran mutuamente.

Dedicándonos a aprovechar

los singulares instantes

en los que se rozan nuestros cuerpos.

Dedicándonos tiempo, cariño y esfuerzo.

Hagamos un trato…

Vamos a querernos como nos merecemos:

con amor, ternura y respeto.

¡Feliz día y mucho amor para tod@s!

Tengo un beso escondido en un bolsillo

Tengo un beso en el bolsillo,

de esos que se guardan con cariño

deseoso de salir airoso

de mi boca hacia tu boca.

Te espero ansioso

en la casa azul de nuestro camino,

aquella que tantas noches

suspirar por ti me ha visto…

No veo el momento

en que te acerques sigilosa

y huela tu suave perfume de rosas,

y te intuya tan cerca

que sienta que el corazón me explota.

Y al tenerte tan próxima

no pueda evitar decirte:

«si me rozas,

aunque sea con el aire que respiras,

no podré retener

este beso tan hermoso

que tengo en el bolsillo

y danzará alborozado hasta tus labios

y se perderá entre tiernos suspiros…»

 

Fotografía y poema de Sara de Miguel.

Antisocial

Me miras y me dices que odias a los gatos.

No lo creo.

Pienso que simplemente te sientes demasiado identificado con ellos.

Dicen de ti que eres antisocial, que no te gusta la gente.

También lo dicen de los gatos y sólo es que desconfían de quien no conocen.

Dicen que eres arisco y que expresas con demasiada sinceridad tus puntos de vista.

Los gatos se muestran intratables si no perciben buenas sensaciones,

y lo demuestran sin consideración porque no les preocupa lo que piensan los demás.

Los gatos son independientes, buscan tener su espacio y valoran su libertad.

Tú necesitas salir al mundo, compartir tus inquietudes y disfrutar de tener las puertas abiertas.

Los gatos siempre vuelven al hogar. Necesitan el amor de su familia. Cariño y aceptación.

Tú vuelves siempre deseando mecerte en el seno de nuestra adoración por ti.

Los gatos agradecen y retornar con su suave ronroneo el afecto que reciben.

Tú me arropas, me acaricias y me susurras al oído que soy tu vida.

Quizá odias a los gatos.

Quizá eres un gato que se siente incomprendido en un mundo de humanos.

Quizá eres el humano-gato más adorable del mundo.

Gracias por existir y ser así.

 

Texto de Sara de Miguel.

Dibujo cedido por jb70g.

¡Feliz día!

Equilibrio

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Había una vez una anciana que vivía en las afueras de un pequeño pueblo, a los pies de una montaña. Vivía con su marido, un hombre muy mayor que cuidaba de ella, y recibían con frecuencia la visita de su gran familia, que ya contaba con siete hijos, sus parejas y sus más de veinte nietos, que vivían todos en el mismo pueblo.

Toda su familia la adoraba, porque a pesar de padecer muchas enfermedades, siempre sonreía y era amable y cariñosa con todo el mundo.

Por las tardes la anciana se sentaba en un banco de madera, bajo la sombra de un cerezo, y observaba la animada actividad de su familia más abajo, en sus casas del pueblo. A pesar de encontrarse cada vez más débil, y a pesar de las peticiones de sus seres queridos de que descansara en vez de esforzarse por ir hasta aquel ajado banco, se aferraba a esa costumbre.

Una tarde de otoño, con un tibio sol y hojas doradas que cubrían el suelo, el nieto más pequeño de la anciana, que apenas contaba con doce años, se acercó hasta el banco y se sentó junto a su abuela. La anciana le sonrió con amor y le cogió la mano. El joven se abrazó fuertemente a su abuela y le dijo:

“Abuela, aunque siempre estás muy enferma y mamá me ha dicho que no te tengo que molestar, quiero decirte que te quiero mucho porque eres la mejor abuela del mundo.”

La anciana sonrió con los ojos anegados en lágrimas de alegría. Entonces el pequeño le preguntó:

“¿Por qué siempre sonríes aunque estás tan enferma?”

Entonces la anciana le cogió las dos manos entre las suyas, le miró fijamente con ternura y le explicó:

“Te voy a contar un secreto. Es un secreto muy antiguo, pero creo que debes saberlo. Hay una Energía natural limitada en el mundo, de la que deriva un equilibrio de vida y muerte que mantiene estable esa energía. Hace cientos de millones de años hubo una época en la que los Dioses dieron a los humanos la capacidad de mantener el equilibrio de Energía, y podían elegir quienes podían vivir y quienes debían morir. Cuando un hombre o una mujer eran dignos de admiración por sus actos morales, se perpetuaba su existencia. A su vez, cuando un hombre o una mujer realizaba actos corruptos, enfermaban y morían. Las decisiones eran fáciles, ya que únicamente se consideraban poco éticos los comportamientos que intencionadamente dañaban a otras personas en beneficio propio.

Con el tiempo la definición de ética y moral se fue complicando. Las causas de los castigos de muerte generaban conflictos entre los humanos que debían decidir, y entre los propios Dioses a los que recurrían para asesorarse. Incluso hubo personas que se percataron de que si se comportaban en los límites de la moralidad, eran castigadas con enfermedades que no eran mortales, y aprovechaban esta circunstancia. Se comenzó a confundir la libertad de elegir los propios valores morales, con el libertinaje de hacer cualquier cosa que diera lugar a embarullo ético.

Entonces los Dioses decidieron quitar a los humanos el poder de mantener el equilibrio entre la vida y la muerte, el equilibrio de la naturaleza. Al no encontrar ningún criterio claro para poder ejercer su responsabilidad de mantener la Energía, decidieron que la enfermedad y la muerte serían aleatorias.

Desde entonces, así ha sido. La enfermedad y la muerte son aleatorias. No hay una causa, ni una responsabilidad, ni una justificación para ninguna de las dos. Las personas enferman y mueren aleatoriamente, sean buenas o malas. La única diferencia entre ambas reside en la paz de su conciencia al morir.

Por suerte, aún quedamos algunos descendientes de los primigenios humanos que podemos decidir sobre el equilibrio de la Energía. Pero somos muy pocos, y podemos afectar únicamente a las personas más cercanas.

Yo soy una de ellas. No puedo decidir quien vive o quien muere, pero puedo asumir las enfermedades las personas que quiero y que se portan bien. Para mi inmensa suerte, toda mi familia sois personas maravillosas, que os cuidáis unos a otros, y que os preocupa más el bienestar de vuestros seres amados que vuestro propio bienestar. Así que hasta que la muerte me llegue, hace mucho, mucho tiempo que decidí asumir todas vuestras enfermedades. Por eso siempre sonrío, porque sé que cada síntoma, cada dolor, cada pesar, cada cansancio o malestar físico, no es más que un síntoma, un dolor, un pesar, un cansancio y un malestar que no tenéis uno de vosotros. Sonrío porque soy feliz con vuestra felicidad.”

El joven, con una sonrisa llena de asombro y admiración, volvió a abrazar a su abuela, y repitió:

“Eres la mejor abuela del mundo.”

Extraído de «9 Principios y ningún final»

¡Feliz jueves!

Sara

Miedo a perderte

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Anoche sentí un frío viento golpeando las ventanas.

Me despertó de un mal sueño en el que te perdía.

Sentí el gélido estremecimiento del desasosiego

dentro del pecho, agitando mi corazón,

encerrándolo en una caja de miedo.

La incertidumbre cerró una sombra de duda

sobre mi alma y mi cuerpo

y el pánico hizo temblar los pilares de nuestra relación.

Por un instante los bellos recuerdos de nuestro pasado

se rompieron en mil pedazos.

Tristes lágrimas rodaron por mis mejillas,

y un puño cerrado golpeó mi sien

como si fuera cierta aquella pesadilla.

Y justo cuando el horror me envolvía

con una áspera manta de desdicha

cogiste mi mano y sentí tu fuerza.

Abrí los ojos y allí estabas junto a mí.

Sonreí como una niña.

Todo era mentira.

Una mal engaño de mi mente

creando visiones de mis peores temores.

Recostada entre tus brazos,

reconfortada en tu regazo entendí que

el miedo no existe si no le temes:

 que la comprensión,

la dulzura, el cariño,

la sinceridad, el apoyo,

la diversión, la confianza

la pasión y el amor

que tú me brindas

descarta cualquier duda.

Me dormí a ti abrazada,

segura y tranquila

de nosotros,

de lo nuestro,

del pasado y del futuro.

deleitándome en nuestro afortunado presente.

¡Feliz martes!

Fotografía y texto de Sara de Miguel.

6. Óscar

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“¡Hoy es el gran día! ¡Vamos a llevar la carta para los Reyes Magos a su Ayudante para que se cumplan todos mis deseos!” Con estos bonitos pensamientos abrió los ojos el pequeño Óscar.

A Óscar le había despertado su madre a las ocho con un ataque de cosquillas. Le encantaban los ataques de cosquillas. Era la mejor manera de empezar el día. Eso y los cereales con forma de personajes de dibujos para desayunar. ¡Y le esperaba una buena ración con su tazón de leche después de vestirse!

Se puso las prendas de ropa muy rápido y se sentó a desayunar mientras jugaba con sus dinosaurios de plástico encima de la mesa. Cuando acabó le pidió ayuda a su mami para hacer la cama. A sus seis años ya sabía hacerla solo, pero siempre que podía prefería tenerla cerquita, aunque tuviera que hacer las cosas como si fuera más torpe o lento de lo que era en realidad.

Se lavó los dientes y metió la fiambrera con la merienda y la botella de agua en su mochila. Partieron a las ocho y cuarenta y cinco hacía el colegio, a dos calles del piso en el que vivían. Hacía frío y se puso los guantes de forro polar que le había regalado su tita Pilar en su cumpleaños. Iban a juego con un gorro, pero tenía un pompón y encima le chafaba el pelo, así que no se lo ponía aunque se le helasen las orejas.

En la puerta de la escuela su mami, con un guiño, le pidio un beso, y Óscar le contestó que tan temprano no tenía hechos. Era una broma que tenían desde hacía unos meses, cuando empezó a darle vergüenza que sus compañeros le vinieran dar besos o abrazar a su mami. Luego, por la noche, antes de dormir, le diría que la fábrica de besos ya funcionaba y le daría un montón: besitos normales, besitos de gnomo con la nariz, besitos de mariposa con las pestañas y, lo más divertido, abrazotes de oso.

Se dieron la mano con un fuerte apretón como los mayores, y entró en el patio. Allí hizo fila, jugando y hablando con Amalia y Lorenzo, sus mejores amigos, hasta que llegó su profesor y entraron a trompicones en el largo pasillo que les llevaba a su clase.

A primera hora hicieron clase de lengua castellana. Había una lectura. Era la historia de una familia que adoptaba un perrito y durante las vacaciones no se lo podían llevar. Tenía que ver con la “responsibidad” o como se diga eso de ser responsables. Al terminar tenían que responder unas preguntas de comprensión oral. Óscar contestó todas las preguntas menos una. Le pasaba a menudo que si la lectura era un poco larga, o tenía palabras difíciles, se distraía jugando con los bolis o miraba a los demás y se perdía los detalles.

La segunda hora correspondió a educación física: su asignatura favorita. La profesora les hizo calentar, y luego había organizado un recorrido de obstáculos. Cuando todos lo hubieron superaron, hicieron equipos de cinco y jugaron a baloncesto en las pistas del patio. Lorenzo se peleó con Domingo, ¡pero es que Domingo siempre pegaba a los demás si no ganaba!

Por fin llegó el patio. Le encantaba salir al patio y comerse su bocata de jamón york con queso. Sobretodo le encantaba poder jugar con sus amigos a escondite o a pilla-pilla. El tiempo de patio siempre le pasaba volando y cuando sonaba la música para volver a clase le abrumaba tener que volver a hacer fila y seguir un montón de normas que eran un rollazo. Pero las seguía, porque así sacaba buenas notas y mami estaba contenta.

Continuaron con la clase de ciencias naturales, con las plantas y sus partes con nombres raros. ¡Pero quién ponía esos nombres a las partes de las plantas! Con lo fácil que es decir árbol o flor, y lo complicado que lo hacían partiéndolas en cositas más pequeñas que ni siquiera se ven.

La última clase ese día fue matemáticas. ¡Eso sí que era difícil! Un montón de números y cosas que hacer con ellos que sólo entendía cuando mami se lo explicaba con cromos o juguetes. Pensó que mami debería escribir libros de matemáticas en vez de limpiar en un hospital. Serían más divertidos y más fáciles de entender. Un día se lo diría a su profe, que cambiaran el libro de mates por uno hecho por su mami. Se sintió orgulloso de tener una mami tan guay.

Por fin sonó el timbre que indicaba que acababan las clases. Recogió sus cosas y salió corriendo a la puerta. ¡Rubén le estaba esperando! ¡Yuju! Se sintió feliz de que él estuviera allí: sonriente y con los brazos abiertos para recogerle en un abrazo gigante. Por alguna extraña razón no le daba vergüenza que le vieran abrazarle o besarle con intensidad cuando él le llevaba o recogía del colegio. Todo lo contrario: le encantaba.

Rubén era el novio de su mami. No recordaba cuánto tiempo hacía que eran novios, la navidad anterior aún no eran novios todavía, aunque ya le conocía porque eran amigos desde hacía mucho y había estado en casa otras veces con más amigos y amigas de mami.

Mami y papi se habían separado cuando Óscar era pequeño. Tampoco recordaba cuándo. Apenas recordaba haber vivido con los dos, aunque tenían fotos juntos siendo pequeño. Solo recordaba que discutían mucho y que mami lloraba a veces. Cuando papi se fue a vivir con su novia Raquel se sientió triste porque no entendía qué pasaba, pero también se sintió aliviado porque dejaron de discutir. Desde entonces pasaba algunos fines de semana con papi y su novia Raquel en su casa. Estaba bien con ellos, pero no tanto como con mami. Y muchos menos desde que estaba Rubén. Era el mejor novio del mundo de mami.Y era el mejor papi del mundo para él, a pesar de no ser su papi.

Rubén era grande y blandito. Trabajaba en un zoo y podía ir a ver los animales tantas veces como quisiera. Tantas que ya hasta se sabía todos sus nombres. No vivía con ellos porque mami decía que todavía era muy pronto y que había que ver qué tal iban las cosas. Óscar no entendía muy bien todas esas cosas de mayores de separarse, o de ir a vivir juntos, o de tener novios. Para él todo se reducía a lo que le hacía sentir bien y lo que no. Y su mami y Rubén era lo que mejor le hacía sentir del mundo. Mami le cuidaba y mimaba. Su papi también, pero era diferente. Se enfadaba muy rápido y, a veces, hasta le gritaba y todo. Rubén era un super héroe: cuidaba animales peligrosos y además siempre tenía tiempo para mami y para él. Tenía ideas divertidas, hacía chistes graciosos y sabía imitar a los dibujos animados. Algunas veces se enfadaba con él, pero siempre le sentaba en sus grandes piernas y le explicaba con paciencia y cariño porque había enfadado y qué podía hacer Óscar para que no se volviera a enfadar. Y después le hacía un ataque de cosquillas de esos que le gustaban tanto.

Ese día mami tenía turno de tarde en el hospital y Rubén había preparado la comida: patatas con carne al horno. ¡Patatas! ¡Ummmm! Su comida favorita. Comieron mientras hablaban del cole. Después recogieron la mesa y, entre los dos, fregaron los platos. Rubén le había comprado un taburete para llegar a la pica de la cocina y así también ayudaba a limpiar.

Al acabar Óscar hizo los deberes, sin pedir ayuda, para impresionar a Rubén, que cuando terminaba le hacía un aplauso ruidoso y largo por hacerlos él solito.

Merendaron una manzana y unas galletas. Mami siempre le decía que la fruta es muy importante para crecer fuerte y, aunque ni a él ni a Rubén les gustaba, se la comían juntos haciendo carantoñas. Le decía “¿Ves? A mí tampoco me gustan algunas cosas de comer, pero como son buenas para estar bien, hay que comérselas.” Y Óscar se la comía encantado, sientiéndose mayor y fuerte como Rubén, que se lo comía todo sin quejarse.

Cuando terminaron Rubén le cogió por sorpresa por detrás, abrazándole y poniéndole boca a abajo mientras hacía que era un león y se lo iba a merendar también, con gruñidos y mordisquitos en la barriga. Se rieron juntos y le dijo que corriera a buscar su carta a los Reyes Magos. Había llegado el gran momento. Irían a recoger a mami al hospital y después irían los tres juntos a la entrada de la zona de pediatría, donde los Ayudantes de los Reyes Magos recogerían su preciada carta.

Salieron de casa, cada uno con su abrigo bajo el brazo y la carta bien guardada en el bolsillo del pantalón de Óscar. Rubén no tenía frío, así que decidió que él tampooc aunque temblaba un poco por el aire gélido que les azotaba.

Caminaban tranquilos atravesando el parque que había junto a la finca de pisos en la que vivían, muy cercana al hospital. Rubén le decía que tenía una sorpresa para mami y que él le tenía que ayudar: después de llevar la carta irían al pequeño parque de atracciones que habían abierto en navidades para subirse al tiovivo de los caballitos. ¡Yuju! ¡Los caballitos le encantaban! ¡Y a mami también! Siempre decía que de pequeña, en su pueblo, las navidades eran muy especiales porque ponían un tivivo de caballitos con luces y se subía con sus hermanos, y montaban una y otra vez hasta que se mareaban y les daba la risa porque caminaban torcidos o se caían al suelo. ¡Qué sopresa más genial! Tendría que acordarse de, con la emoción, no decírselo a mami para no meter la pata. Pero Rubén le dijo que confiaba en él chocándole los cinco, así que seguro que sabría guardar el secreto.

Mientras daba palmadas ilusionado se le cayó el abrigo al suelo, y de uno de los bolsillos salió rodando una canica grande y colorida. No recordaba que su amigo Lorenzo se la había regalado por la mañana y la tenía metida en el bolsillo. ¡No podía perderla! Así que se soltó de la mano de Rubén y salió corriendo en dirección de la brillante bola.

Fue a parar a los pies de una chica que estaba sentada, sola, en un banco apartado del parque. Cuando fue a coger la canica la chica, que ni se había percatado de su presencia, bajando la vista le vio y dio un respingo. Puso una cara de susto como si hubiera visto un monstruo, abriendo mucho los ojos y la boca. Se levantó y se alejó corriendo sin darse cuenta de que había golpeado la canica con la punta de sus botas en la misma dirección que ella huía atemorizada.

Óscar se quedó quieto, asustado, sin entender su reacción y, sin saber qué hacer, se giró buscando a Rubén con la mirada, que había salido tras él en cuanto le soltó la mano. “¡Sólo quería mi canica!” Dijo Óscar preocupado por la cara de enfado de Rubén. Éste, acalorado, le dijo que no se moviera, que no estaba enfadado con él, y fue hasta donde había quedado parada la canica y la recogió. La canica estaba apenas a unos centímetros de la joven, que había quedado atrapada entre él y la pared de un edificio. Le increpó “¿Pero qué haces? ¡Has asustado al niño!”.

La joven empezó a temblar y gimotear algo así como “No me toques, que no me toque. Yo… Lo siento… No os podéis acercar…”. Rubén la observó atónito ante su conducta extraña y simplemente volvió con Óscar y le devolvió la canica para que la guardara. Le pidió que se pusiera la chaqueta. Una vez lo hizo, ambos miraron de nuevo a la joven, que seguía pegada a la pared aterrorrizada. Continuaron con paso apresurado hacia la puerta del hospital, a dos calles del parque.

Ninguno dijo nada hasta parar frente a la puerta. Rubén rompió el silencio con un beso en la sonrosada mejilla de Óscar. Lo cogió en brazos y le dijo “Siento lo que ha pasado. Esa chica debe estar mal de la cabeza, ha sido maleducada contigo y lo siento si te ha asustado o te ha hecho sentir mal. De todas maneras, no quiero que te vuelvas a soltar de mi mano sin avisar. Podría haberte pasado algo si esa chica te hubiera hecho algo o si la canica se hubiera ido hacia la carretera. Tienes que tener cuidado porque no quiero que te pase nada malo nunca. ¿Vale?”

Óscar asintió con la cabeza y se dieron un abrazo gigante que le reconfortó.

Su mami salió puntual del hospital y llegaron, sonrientes, al edificio de pediatría. ¡Allí estaba el Ayudante de los Reyes Magos! ¡Qué ilusión! Óscar esperó en la cola y cuando llegó su turno le entregó la carta con ambas manos y mucha solemnidad. Rubén y su mami se miraron emocionados y cogidos de la mano mientras lo hacía.

Después se fundieron los tres en un abrazo gigante, acogedor y maravilloso. Al salir, Óscar le dijo gritando entusiasmado que tenían una sorpresa para ella y que no se la podía decir porque era una sorpresa. Mami puso cara de muy contenta y los tres fueron hasta el parque de atracciones de navidad y subieron una y otra vez al tiovivo de los caballitos. Cuando ya estaban mareados, fueron caminando torcidos hasta el puesto de algodón de azúcar y se comieron uno de color azul (el favorito de Óscar) entre los tres.

Ya anocheciendo volvieron caminando hasta casa los tres cogidos de la mano. Óscar se giró a mirar los caballitos, llenos de luces de colores vivaces y alegres, y pensó que era la tarde más guay de su vida. Ya había olvidado el desagradable episodio de la chica que había huido de él despavorida. No volvería a recordarla nunca.

Al llegar la hora de dormir, después de su sesión de besitos y abrazos, cerró los ojos y sólo pensó en que los Reyes Magos ya tenían su carta. Deseó que le concedieran su regalo. Sólo había pedido uno. Este año no quería juguetes ni caramelos. Sólo quería un regalo: que Rubén se quedara siempre con ellos.

Sabía que era pequeño para entender el mundo de los mayores. Pero también sabía que la felicidad que Rubén traía a sus vidas era el mejor regalo del mundo. Nunca se había sentido tan seguro, tan tranquilo, tan lleno de energía y de ilusión como en ese momento. Sabía que su papi y su mami le querían, pero es lo que tienen que hacer los papis y las mamis. Rubén le quería sin ser su papi, y ese amor era indescriptible. Sabía que no era su papi. Pero también sabía que sí era su papi. Deseo, apretando mucho los ojos y las manos, que por siempre jamás lo fuera.

5. Patricia

musica

Se había levantado temprano. Inició sus rutinas matinales: desayuno con leche de soja y muesli, llamada a su madre para ver qué tal iba todo y preparar la bolsa para el gimnasio.

A las ocho en punto estaba en la sala de fitness. Hizo clase de una hora y después dedicó más de media en la sala de musculación a sus brazos, abdominales y piernas.

Se dio una ducha larga y relajante. El agua caliente le encantaba. Le ayudaba a aclarar sus ideas y prepararse para el resto del día. Se vistió mientras hacia la lista mental de la compra, y con ella en la cabeza fue hasta el supermercado. Compró un filete de pechuga de pavo y brotes de rúcula y parmesano.

Al llegar a casa puso la ropa del gimnasio en la cesta de la ropa sucia y dejó la bolsa del gimnasio vacía en la entrada. Preparó su comida , sana pero nutritiva, y comió con tranquilidad mientras veía una serie sobre abogados en la televisión.

Lo hizo con el teléfono en modo silencio y el interfono del piso descolgado. Le gustaba la soledad: su soledad. Había tenido una relación con un chico durante tres años. Se suponía que eran la pareja perfecta: los dos de buena familia, cada uno dedicándose a lo que les gustaba, con un montón de amigos y ambas familias que les adoraban. Sin embargo, de puertas para adentro, aquella relación se había convertido en un infierno de celos, gritos y peleas. Cuando por fin comprendió que aquello no era amor, sino una dependencia malsana, rompió con él y se mudó a un pequeño piso en el centro. Dejó la peluquería en la que trabajaba de encargada gracias a los contactos de sus padres, y estudió una formación profesional superior completamente diferente. Encontró trabajo en un hospital de las afueras, con un horario de tarde que limitaba mucho su anterior y agitada vida social, pero que le encantaba y llenaba mucho más que dirigir peluqueras desmotivadas y malpagadas. Así que ahora se sentía libre y tranquila. Y disfrutaba de aquella independencia y tranquilidad.

Al terminar la comida, se premió con una buena dosis de fruta variada: mandarinas, granadas y una manzana. Se cuidaba mucho y su cuerpo se lo agradecía. Se sentía fuerte y sana.

A la una en punto dedicó casi media hora a hacerse un laborioso peinado que le resultaba práctico en el trabajo, y a la vez, lucía su rostro marcado y bonito. Se maquilló cuidadosa y discretamente: antiojeras, base de crema, polvos para matizar, un poco de rimel y brillo de labios. Después preparó la bolsa del trabajo y se puso una chaqueta de lana de colores: su favorita.

Fue caminando hasta la parada del metro y espero mientras escuchaba música de sus listas de reproducción de Spotify en el teléfono móvil.

Hacia calor allá abajo, pero se había acostumbrado a los cambios de temperatura entre la ruidosa y fría ciudad, y el calor abrasador en las vías del metro.

Línea tres dirección Trinitat Nova.

Entró en el primer vagón que paró frente a ella. Estaba lleno, pero no le importaba. Se sentía cómoda rodeada de desconocidos mientras su música le distraía del mundo exterior.

Durante el trayecto, y a pesar de llevar sus auriculares insertados en los oídos y de que el volumen de la música era elevado, pudo escuchar a su derecha a dos mujeres mayores despotricando. No entendía las palabras ni, por lo tanto, los motivos, pero le disgustó el tono acusador y desagradable con el que se dirigían a una joven al otro lado del vagón. Le pareció que el resto de pasajeros se incomodaban tanto o más que ella. Aún así, simplemente subió el volumen de la música y continuó con su propia terapia de centrarse en ella misma y sus pensamientos para poder enfrentarse a la tarea complicada de su trabajo. Se exigía mucho, era perfeccionista y aplicada, y eso requería grandes dosis de concentración que no permitía que le arrebataran, ni siquiera un pequeño altercado en el metro que no le incumbía.

Llegó su parada: Vall d’Hebrón. Bajó junto a las señoras mayores y la joven que, a pesar de encontrarse unas filas más atrás, recibió algún tipo de amonestación adicional por parte de una de las señoras. Pensó ¡Cuánta ira hay en el mundo! Con todas las cosas malas que hay, desde luego le parecía innecesario crear más malas vibraciones. Aunque también reflexionó que quizá el problema merecía semejante discusión. Y ya que ella no tenía ni idea de lo sucedido, decidió evitar realizar juicios de valor e ignorar el suceso y continuar con sus rutinas.

Llegó veinte minutos antes de comenzar su turno a las tres. Apagó la música y guardó los auriculares en la taquilla junto a su ropa y su bolsa. Se cambió y se puso su blanco uniforme. Puso el teléfono móvil en silencio y se colocó su identificador en la pechera y repasó su peinado y su maquillaje frente al espejo.

A las tres menos diez le daba el relevo a su compañera, también técnico de radiodiagnóstico. Pasó por delante de la recepción y saludó a la auxiliar. Caminó por el pasillo central y saludó a la médico radióloga que estaba de turno esa tarde. Entró en su cubículo y repasó la lista de pacientes con el enfermero. Hoy tenían seis gammagrafías vasculares y óseas completas. Cuatro de las pacientes ya estaban esperando en la sala de la entrada. Decidieron empezar cuanto antes, ya que ambos sabían que en muchas ocasiones debían repetir pruebas o realizar complementarias y, además, preferían no hacerles esperar sin necesidad.

Se sentó en su silla e inicializó el programa informático con su usuario y contraseña. Mientra el enfermero, diligente, ya había pasado a la primera paciente, una mujer de unos ochenta años que apenas podía caminar. El enfermero le inyectó el compuesto radiactivo con sumo cuidado, ya que su piel se veía seca y arrugada, y las venas pequeñas y estrechas. Acertó a la primera. Desde luego era un gusto tener un compañero tan cuidadoso y competente.

Ayudó al enfermero a tumbar a la paciente en la camilla y le explicaron que tenía que estar muy quieta mientras le tomaban unas “fotos” con la máquina que supuso que debía tener un aspecto aterrador para una anciana. Fue dulce con ella. Patricia nunca escatimaba en cariño con sus pacientes. Bastante tenían ya con sus enfermedades y tratamientos. Para ella estar atenta y ser considerada era imprescindible en su trabajo. Y además tenía suerte porque era un valor compartido con sus compañeros. Sabía que había otros servicios del hospital donde los pacientes no eran más que números y horas de citación. Allí no, todo lo contrario: todos se esforzaban por tratar a los pacientes como personas que merecían toda su atención y respeto el breve tiempo que formaban parte de sus vidas.

Cuando acabó las pruebas a la anciana, el enfermero y ella le acompañaron cogiéndole cada uno de una mano hasta la sala “caliente”, donde estaban aislados para no irradiar a otras personas. La ayudaron a sentarse y le ofrecieron agua o un zumo. Debía estar allí dos horas y habría una auxiliar que pasaría periódicamente a ver cómo se encontraba y atender sus necesidades, pero en ese mismo momento estaba preparando la sala para el siguiente paciente.

Cuando volvió a su cubículo se encontró al enfermero inyectando el compuesto radiactivo a una joven. Era la misma joven del vagón del metro, la que se había visto involucrada en el que le había parecido un desagradable incidente. Estaba nerviosa y temblaba. Le ofreció una manta, que aceptó gustosa.

Mientras le indicaba cómo tumbarse y colocarse en la camilla para la prueba la observó con un sentimiento de pena. Parecía una niña. Tenía un rostro joven y agradable. Ella le sonrió. Su sonrisa era de esas que iluminan el día de quienes son sensibles a pequeños detalles como aquel. Una sonrisa mientras te hacen una prueba que supone el posible diagnóstico de alguna grave enfermedad. Le devolvió la sonrisa y le explicó el procedimiento.

La joven se mantuvo muy quieta durante la gammagrafía vascular, y las imágenes fueron claras y limpias. Se alegró. Mientras guardaba los resultados en su carpeta se fijó en sus datos personales. Se llamaba Mireia. Era mayor de lo que pensaba: treinta y cuatro años. Exactamente los mismos que ella. Un escalofrío recorrió su cuerpo, pero no dejó que el miedo a la enfermedad, que a todos los trabajadores de sanidad invadía muchas veces, le afectara. Alejó los malos pensamientos con cuidado y se centró en el trabajo. Le dijo que podía esperar en la sala “caliente” las dos horas que tenía que esperar para realizar la siguiente prueba, o, al ser una persona joven sin dificultades para desplazarse, también podía salir del recinto hospitalario siempre y cuando se mantuviera lejos de otras personas para minimizar el riesgo de radiación, especialmente de ancianos y niños.

La joven la escuchó atenta y le dijo que prefería salir fuera. Le aseguró que a las cinco y media estaría puntual en la sala. Con su radiante sonrisa y un ligero temor se alejó por el pasillo de entrada.

Patricia atendió con presteza a las cuatro siguientes pacientes, todas mujeres mayores. Todas se quedaron en la sala “caliente”.

Al pasar las dos horas preceptivas su compañero y ella fueron a recoger a la anciana a la sala y la trasladaron al segundo cubículo, donde le realizaron la gammagrafía ósea pertinente. Observó las imágenes con puntitos verdes brillantes por varias zonas de su cuerpo. Seguramente metástasis óseas secundarias a un cáncer. Insertó los resultados en la carpeta de la paciente y avisó a la médico radióloga para que pudiera analizarlo en detalle y realizar el informe para el especialista.

Con dulzura le acompañaron a la sala de recepción, donde le esperaban sus familiares, que con la misma dulzura y mucha paciencia fueron caminando hacia la salida.

En el segundo cubículo le esperaba la joven. Volvió a sentir un terrible escalofrío, que identificó como un sentimiento ambivalente entre el miedo y la tristeza.

Le hizo la gammagrafía ósea. La imagen reflejaba múltiples puntitos verdes muy localizados en un hueso. Seguramente un tumor aislado. Salió de la sala y se lo comentó a la radiológa, que le pidió que realizara pruebas adicionales para asegurarse de que se trataba de un único tumor y para determinar de qué tipo.

Le explicó a la joven que debía realizarle más pruebas. La joven cambió su sonrisa por una mueca de sorpresa y miedo. La comprendió e intentó tranquilizarla. Para ello le preguntó qué tal había ido el paseo. Ella le dijo que los había tenido mejores, pero que al menos no hacía demasiado frío. Mientras la pasaba a un tercer cubículo con su respectiva imponente máquina, Mireia la observaba y le dijo que le parecía que llevaba un peinado muy bonito, que estaba muy guapa con él. Le agradó su comentario y se sintió cómoda para confesarle que antes había sido peluquera, pero que no se sentía realizada y había decidido estudiar radiología para hacer algo que la llenara más y le hiciera sentir que su trabajo aportaba algo positivo a la humanidad. La joven asintió complacida y le dijo que como peluquera le parecía extraordinaria, y que el trato que le estaba dando también, que le ayudaba a sentirse mejor y más tranquila. Ambas sonrieron y continuaron con las tres pruebas adicionales que le fue indicando la radióloga. Entre dos pruebas vio como Mireia escribía un mensaje en su teléfono móvil.

Al finalizar la joven le pidió conocer los resultados. Patricia, muy prudente, le explicó que comprendía su inquietud pero que hasta que la radióloga no analizara las pruebas y emitiera el informe, no sabrían con certeza el diagnóstico. Y que, además, esa tarea informativa correspondía a su especialista. La joven, nerviosa, le explicó que venía con un traslado de expediente desde otra comunidad autónoma y que no tenía cita con el especialista hasta tres semanas más tarde, que si no le decían algo pasaría esas tres semanas muy angustiada, y que al menos le orientara para no tener que pasar por aquel calvario.

Patricia se conmovió. Tres semanas son muchos días, minutos y segundos para estar dando vueltas y más vueltas, temiendo lo peor. Le dijo que iría a hablar con la radióloga a ver si podía hacer algo, pero que no le prometía nada. La joven le sonrió entusiasmada y casi dando saltitos de alegría, le dio las gracias.

La radióloga que estaba de turno aquella tarde se mostró receptiva y comprensiva. Fue con Patricia hasta el último cubículo y le explicó a la paciente que le habían realizado más pruebas de las esperadas para cerciorarse de su diagnóstico y que, inicialmente, parecía un tumor óseo aislado, sin signos de metástasis. Que se lo confirmarían en la visita al especialista, pero que de entrada podía estar tranquila. Todo lo tranquila que se podía estar ante semejante situación.

Mientras hablaban, la doctora se sentó junto a ella y le cogió la mano, le sonrió y le habló con voz suave y palabras consoladoras. Patricia se sintió orgullosa de ella misma, de sus compañeros y de su trabajo.

Acompañó a la joven hasta el pasillo de la salida, en un silencio afectuoso. Las dos se transmitían cierta ternura, de esa que no se puede explicar con palabras, que simplemente se siente y ya está. Disfruto de ese momento de cómplice simpatía.

Al acabar la jornada estaba cansada pero satisfecha. Su vida se había transformado mucho en los últimos años, pero se sentía feliz. Era quien quería ser, y hacía un trabajo que amaba. De alguna extraña manera asoció aquella noche que, entre gritos y lágrimas, decidió cambiar su vida, con la sonrisa de aquella joven. Lo que en un momento fue un infierno, ahora era su propio cielo. Se fue a dormir dichosa, pensando en la hermosa sonrisa de Mireia. Somnolienta le deseo lo mejor.

Si te vieras con mis ojos…

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Estar enamorada es saber que no hay nadie como tú.

Que despertar es desear sentir tu piel a tu lado,

que dormir es soñar con tus abrazos,

que la razón de vivir es regalarte todas las sonrisas.

Estar enamorada es tener pequeños y grandes detalles

porque me apetece hacerte feliz.

Estar enamorada es no desear otro cuerpo que no sea el tuyo

ni otra mente que no sea la que te enreda en esta complicada vida.

Estar enamorada es quererte con todas tus virtudes

y todos tus defectos.

Estar enamorada es tener paciencia en tus días malos

y cariño en tus días tristes.

Estar enamorada es compartirlo todo, porque hay un nosotros.

Estar enamorada es saber que en el mundo hay más de siete mil millones de habitantes

y que te amo sólo a ti.

Estar enamorada es elegirte todos los días como compañero de viaje.

Estar enamorada es saber

que si te vieras con mis ojos

no tendría ningún poema que escribirte.

Fotografía y poema de Sara de Miguel.

¡Feliz martes!

Hagamos un camino

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Hagamos un camino

que no esté escrito,

que sea nuevo,

en el que no importe el pasado

porque sea sólo pasado.

En el que no nos preocupe el futuro,

porque lo haremos juntos de la mano.

Hagamos un camino

nuevo, diferente, especial.

Hagamos un camino

con paciencia, comprensión y cariño.

Hagamos nuestro camino.

Fotografía y texto de Sara de Miguel.

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