
Por fin había llegado el día. Apenas había podido pegar ojo en toda la noche repasando mentalmente todos y cada uno de los pasos que debía seguir. Ni siquiera llegó a sonar el despertador, puesto a las cinco de la madrugada. Diez minutos antes ya estaba en pie.
Se había levantado con prudencia. Su marido y sus tres hijos dormían plácidamente y no deseaba importunarlos. Se había vestido en un silencio absoluto. Había seleccionado ropa cómoda: un pantalón elástico y un jersey largo de punto.
Preparó la ropa de cada uno de sus hijos. Los gemelos tenían educación física y les dejó una camiseta para cambiarse en las mochilas del colegio. Alicia tenía que pagar una excursión y firmó el consentimiento, adjuntó el dinero y lo metió en su mochila. Dejó una nota en la cocina con las meriendas que debía preparar su marido Jan y las fiambreras correspondientes marcados con sus nombres en rotulador indeleble.
Con cuidado de evitar hacer cualquier ruido repasó el contenido de su bolso: cartera, carpeta con la documentación, el ebook, un bálsamo hidratante para los labios que se le agrietaban con el frío, caramelos de menta que le aliviaban la sequedad bucal cuando se ponía nerviosa, las llaves de casa y del coche, el teléfono móvil y un neceser con cepillo de dientes, pasta de dientes, desodorante y una muestra de perfume. Fue hasta la estantería del salón y cogió los billetes de ida y vuelta para el mismo día y los metió con cuidado en el bolsillo externo del bolso.
Se puso un pañuelo grande y negro al cuello y su chupa favorita. Fue a los dormitorios de sus hijos y con cariño les acarició sus infantiles rostros. Se despidió de ellos con un ósculo en la frente, no sin antes dejarse embelesar durante unos segundos por la imagen que desprendían, rebosante de extraordinaria ternura.
Entró en su dormitorio y despertó a Jan con un dulce beso en la punta de la nariz. Él la miró y atrajo su cara con ambas manos hacia él y la beso con fuerza. Le susurró al oído “Llámame en cuanto llegues. Te quiero”. Mireia asintió y le dijo “Yo te quiero más y lo sabes”. Ambos sonrieron. Ella se fue dedicándole un guiño de complicidad.
Salió de casa y cerró la puerta con la llave desde fuera para no despertar a los pequeños. Se subió en el coche y condujo los treinta kilómetros que separaban el pueblo en el que vivían del aeropuerto. Una vez allí, lo dejó aparcado en el parking y caminó hasta la terminal de salidas.
Entró por las puertas automáticas y buscó su destino en la pantalla: Barcelona. Embarque a las seis y media en la puerta D94.
Se dirigió hacia el control de seguridad. Extrajo de su bolso el neceser y el teléfono móvil, se quitó los botines deportivos y depositó todo en una de las cajas de plástico apiladas junto a la cinta. Esperaba que nadie se fijara en sus calcetines, ya que siempre llevaba uno de cada color. Era una manía curiosa que tenía desde pequeña. A sus hijos les hacía mucha gracia, aunque Jan lo encontraba absurdo y a menudo se reían de ello.
Escuchó el alboroto de unos jóvenes que hacían cola detrás suya. Hasta ese momento había estado como en trance, sin procesar los sonidos de su alrededor. Se giró y vio un grupo de chicos riendo y haciéndose bromas. Por el acento y el vocabulario dedujo que al menos los dos que hablaban más alto eran de orígen argentino. Le divirtió ver cómo se azuzaban.
Llegó su turno para pasar por el arco de seguridad. Lo traspasó y se mantuvo silencioso. Recogió sus pertenencias y se puso los botines de nuevo. Mientras lo hacía observó a su alrededor y pensó qué vorágine son los aeropuertos. Un caos atestado de personas desconocidas con el único objetivo de volar a otro lugar, con sus propias historias, protagonistas de un efímero capítulo que les unía en un mismo sitio en un mismo momento.
Comenzó a caminar hacia la puerta de embarque. Sintió un calor excesivo por el aire acondicionado y se quitó el pañuelo del cuello que, por descuido, cayó al suelo. Se agachó a cogerlo y al levantar la mirada se cruzó con la de uno de los jóvenes que caminaban detrás. Sin reparar apenas en él, continuó su trayecto marcado por los paneles señaladores que colgaban de las paredes junto a variopintos anuncios que ofrecían las diversas fuentes de diversión y atracciones turísticas de la ciudad.
Pasado el control de pasaje subió con parsimonia en el avión. Buscó su asiento, situado en las filas traseras, junto a la ventanilla. Siempre que podía elegía ventanilla, dado que le encantaba deleitarse con el espectáculo que la bóveda celeste le ofrecía a varios cientos de metros sobre el suelo. Se sentó y a continuación se quitó la chupa y la colocó, junto a su aparatoso bolso y el pañuelo, en el asiento contiguo, que permanecía vacío. Se sentó y se ajustó el cinturón alrededor de su menuda cintura. Posó cuidadosamente el bolso entre sus piernas y la chupa y el pañuelo sobre su regazo. Por experiencia sabía que, a menudo, tras el despegue, bajaba la temperatura dentro del avión y quizá los necesitara.
Mientras se encendían y apagaban luces dentro del aparato y una voz grabada proporcionaba instrucciones de seguridad durante el vuelo, añoró a Jan a su lado. Las dos ocasiones anteriores que había tenido que desplazarse a Barcelona le había acompañado y todo había sido más ligero. Ahora, sola, se sentía somnolienta y angustiada. Recordó quince días atrás cómo le cogía la mano con fuerza durante el despegue, y se deleitó en aquella insignificante pero hermosa reminiscencia.
Fue consciente de que apenas había percibido su alrededor durante las dos horas que habían transcurrido desde que se levantara. Había actuado como una autómata, preparada y eficaz, pero insensible a los estímulos externos. Mientras los pensamientos se agolpaban en su cabeza y la inquietud la oprimía contra su voluntad, miró alrededor y se dio cuenta de que el avión iba prácticamente vacío. Supuso que debido a que a nadie le gusta madrugar, aunque a ella le era indiferente, desde que tuvo los niños se había acostumbrado a dormir temprano y despertarse temprano, cuando no tenía de levantarse en mitad de la noche para atender cualquiera de sus múltiples necesidades. Lo cierto es que lo hacía encantada. Para Mireia no había nada comparable en el mundo a ser madre. Recordando los vuelos con sus hijos decidió distraerse con las imágenes de las nubes algodonadas bailando una extraña danza matutina al otro lado de la ventanilla.
Jugaba mentalmente a imaginarse formas, tal como lo hacía con sus pequeños cuando viajaban. Siempre le sorprendían con su interminable ingenio y fantasía. Pudo intuir un elefante con la trompa en alto, y un dragón volador, como Fujur en La Historia Interminable.
A pesar de estar gratamente abstraída en tan ameno juego, se percató de que alguien se había sentado justo detrás de ella y la observaba. Se giró sorprendida al encontrar al joven con quien había cruzado la mirada cuando se le cayó el pañuelo en el aeropuerto, apenas a unos centímetros de su rostro. No le dio importancia, lo atribuyó a una de tantas coincidencias que se dan en la vida, y devolvió toda su atención al horizonte nublado, matizado con mil colores provocados por el reflejo de los primeros rayos de sol, dejándose seducir por tamaña exhibición de belleza.
Inesperadamente el joven le dijo “Es lo más relindo que he visto nunca”. Sorprendida se giró hacia él y le miró. Era un muchacho de aspecto agradable. Debía tener como diez años menos que ella, veintitantos, moreno, de ojos claros y tímida sonrisa. Le pareció inofensivo y, suponiendo que se refería al espectáculo que ofrecía el edén de algodones que les rodeaba, le contestó “Es cierto, es muy bonito”.
Pensó que el joven debía estar aburrido de tanta cháchara con sus compañeros y buscaba un poco de tranquilidad. Volvió a girarse para contemplar el cielo infinito que les separaba de un destino común. Aprovechó para reflexionar sobre las pequeñas y hermosas cosas de la vida que apenas valoramos en la barahúnda cotidiana, como aquel hermoso firmamento. Ya nadie mira el cielo con intención de tan sólo disfrutar de su belleza.
Entonces el atrevido muchacho susurró “Me refería a vos”. Mireia le miró sorprendida por la osadía y complacida por el cumplido. Le sonrió abiertamente, divertida. No pudo evitar sonrojarse y agachó la cabeza en un gesto avergonzado. Ciertamente era argentino, y tras sus palabras pensó que tenían merecida fama por su labia conquistadora. Levantó la vista y se encontró con la de él. Detectó un atisbo de ingenua sinceridad que le conmovió. Sintió una punzada de culpabilidad por no poder corresponder tan preciosas palabras. Su corazón le brindó una respuesta franca y con ternura le contestó “Seguro que allá donde vayas habrá una chica que merezca un piropo tan bonito”.
Dando la espalda a Sebas, dio por zanjada aquella extraña conversación entre dos completos desconocidos.
Sintió durante el resto del vuelo la intensa presencia de él sentado detrás suya.
Mireia se mantuvo en su asiento, sin atisbo de malestar por lo sucedido. Quedó pensativa, deseando con sinceridad que allá donde fuera aquel intrépido muchacho encontrara al amor de su vida, le dijera aquellas hermosas palabras, y fueran correspondidas.
El resto del vuelo sus pensamientos fueron todos para su marido y sus hijos. Los amores de su vida.
Comprendió que el amor a primera vista no es amor. El amor es haberlo vivido todo, haberlo compartido todo: lo bueno y lo malo, la rutina y lo extraño, lo fácil y lo difícil. Amar es haber crecido juntos, estar creciendo juntos de la mano cada día. Comprendió que amar es aprender a amar uno del otro y, a pesar del esfuerzo, seguir amando.
Fotografía y texto de Sara de Miguel
¡Feliz lunes!