Había una vez una simiente que fue regada y cuidada con amor. Creció y creció hasta ser un fuerte y hermoso árbol. Tenía unas ramas altas y gruesas, unas hojas verdes y frondosas, y cada año despuntaba unas flores bonitas y relucientes.
Tiempo después otras simientes fueron sembradas, regadas y cuidadas con amor. Crecían y se convertían en fuertes y hermosos árboles. En conjunto formaban un fértil y precioso campo. Con los años el primer árbol empezó a envejecer. Su madera se agrietó, sus ramas se troncharon y sus hojas fueron muriendo.
Un atardecer paseaban dos amigos por el campo cuando pasaron junto al viejo árbol. Uno de ellos dijo:
– ¡Vaya árbol más feo! Está decrépito. Estropea el paisaje.
El amigo replicó:
– Donde tú ves un árbol feo y decrépito, yo veo un árbol que ha vivido muchos años, que su tronco ha soportado fríos inviernos y bochornosos veranos. Veo un árbol que, a pesar de haber perdido sus hojas y flores, ha aprendido a bailar con el viento una danza de vida que sólo los árboles veteranos llegan a conocer. Donde tú ves un árbol que estropea el paisaje, yo veo un magnífico árbol danzante.
– Los demás árboles son preciosos, dignos de ver. Ese me sigue pareciendo feo. – Criticó el primero.
El amigo, mucho más sabio, sonrió hacia el árbol. Se tomó unos minutos para observarlo con cariño. Llegado el momento adecuado contestó:
– Cada uno de nosotros ve hermosura en cosas diferentes. Es fácil ver la belleza en la juventud y la lozanía. Más difícil es valorar la belleza a medida que pasa la vida. No elegimos cómo nos afecta el paso del tiempo. Ni tampoco como nos ven los demás. Quizá algún día seas una anciano feo y decrépito. Quizá algún día los demás te vean así. Yo, simplemente, intentaré ser un magnífico anciano danzante.
¡Feliz semana!
Fotografía y texto de Sara de Miguel
Deja una respuesta