Elije

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ELIJE

   Me despierto con una sensación de pesadez en todo mi cuerpo. Apenas puedo moverme, unas manos fuertes me tienen cogida por los hombros y me llevan arrastras por el frío suelo. Noto un intenso dolor en mis rodillas y tobillos, que se mueven como si fueran de trapo, sin responder a mis intentos de incorporarme.

   Intento abrir los ojos y no puedo ver nada. Empiezo a tomar conciencia de que tengo una bolsa de tela oscura cubriéndome la cabeza. Me agobia, no puedo respirar bien. Levanto el cuello, y algo me golpea con fuerza la cabeza. El golpe resuena por todo mi cuerpo, me rechina la mandíbula y noto los latidos acelerados de mi corazón en la sien, cerca de los ojos. Me siento mareada y con ganas de vomitar. Quiero hablar, y no puedo. Quiero gritar, y no puedo. No puedo hacer nada.

   Lo último que recuerdo es su olor. Habíamos cenado juntos otra vez, y el en coche, por fin, me ha besado. Besa tan bonito, tan suave, tan apasionado. Nos hemos desvestido en la entrada, entre sonrisas y suspiros. Me cogía la cara con sus manos, me acariciaba el pelo. Hemos hecho el amor en las escaleras sin dejar de mirarnos. Nos hemos quedado enredados entre piernas y manos. Hemos sudado a mares. Olíamos a sexo y vino, olíamos a habernos estado buscando en otros labios y otros cuerpos toda la vida, y por fin, habernos encontrado. Lo último que recuerdo es ese olor, su olor, su olor a nosotros. En algún momento me he dormido entre sus brazos.

   Me despierto, o no. No sé si estoy en una pesadilla. No, no. Esto es real, siento como me falta el aire, mi pecho se hincha desmesuradamente intentando respirar. Cuando creo que no puedo más, todo se para. Noto como unas cadenas metálicas, heladas, me aprisionan las muñecas y estiran mis brazos. Quedo como si fuera un Cristo crucificado de rodillas. Me quitan la tela de la cabeza. No veo nada, sólo destellos de luz que me deslumbran. Levanto poco a poco la cabeza, y le veo a Él. Está justo frente a mí, a escasos centímetros, también de rodillas y encadenado por las muñecas.

   No entiendo nada. No sé dónde estamos, ni por qué. No sé cómo hemos llegado hasta aquí.

   Intento hablar, pero apenas sale un balbuceo de mi boca. Él estira todo su cuerpo, clavándose las cadenas en las muñecas, para tocar su cara con la mía, se apoya en mi hombro y me besa muy suave, me pregunta en un susurro si estoy bien. Le tiembla la voz. Asiento, mintiendo, sin poder responder con palabras, y las lágrimas se adueñan de las cuencas de mis ojos, de mis mejillas, de su nariz que roza la mía. De repente una mano me coge del pelo con fuerza y me tira hacia detrás. Oigo como cruje mi cuello y gimo del dolor.

   “No habléis si yo no os lo ordeno”.

   Una voz femenina, grave y fuerte ha hablado. Abro los ojos un poquito, lo que puedo. Estamos en una especie de fábrica abandonada, abarrotada de maquinaria y desechos industriales de metal y cristales. Hay unas lámparas alargadas en los techos, que son muy altos y están desconchados. La luz es escasa y tenue, pero alcanzo a ver a cuatro personas junto a nosotros. La mujer que ha hablado, y tres figuras indefinidas detrás de ella.

   “¡No la toques!.” Dice Él, gritando con todas sus fuerzas. “¡No la toques!”.

   La mujer se agacha junto a nosotros, hasta quedar su cara a escasos centímetros de las nuestras. Es alta y delgada, morena, con el pelo rizado y unos ojos negros como el tizón. Lleva un vestido verde brillante, ceñido, muy llamativo. Es hermosa, aunque tuerce la sonrisa en una mueca cruel, que la desfigura hasta parecer un demonio.

   “Vais a morir. Aquí y ahora. Mis súbitos quieren su espectáculo, y se lo vamos a dar.”

   Su aliento me arde como si fuera fuego en las heridas de la cara. Sus palabras me hacen temblar, y se me incrustan en la carne. Entonces se levanta y habla a sus discípulos, junto a ella, en un idioma que no conozco. Son tres hombres, altos y fuertes, extremadamente musculosos, que nos miran con desprecio. Uno de ellos activa un dispositivo que lleva en la mano y se encienden luces en todo el recinto. Por un momento me ciega la intensidad de los fluorescentes. Cuando recupero la vista me quedo sin respiración: estamos rodeados de unas gradas llenas de gente. Hay cientos de personas sentadas que nos observan.

   Le miro y Él me mira. Puedo ver el terror en su mirada, y estoy segura de que Él ve ese mismo terror en la mía. Los dos intentamos movernos en un gesto de desesperación, pero estamos encadenados y apenas conseguimos rozarnos.

    Ella sube en una especie de atril improvisado sobre unos bidones corroídos, y le habla a su público:

    “Queridos súbitos, os traigo carnaza fresca.”

   El público se levanta enardecido, comienzan a jalear, gritar y dar patadas generando un estruendo terrible.

   “Mis amables esbirros les matarán poco a poco para daros lo que queréis: sangre.”

   Dijo la palabra “sangre” en un suave susurro que me erizó toda la piel del cuerpo. Él y yo nos miramos, en sus preciosos ojos azules veo unas tímidas lágrimas de impotencia que intenta controlar. Yo no puedo, y lloro. Estoy muy asustada, no puedo controlar el llanto que me atenaza, ni el temblor en todo el cuerpo. Él me mira, impotente, y hace un gesto negativo con la cabeza, como si no pudiera ser verdad todo lo que está ocurriendo. Me susurra “No dejaré que te hagan daño”, en un infructuoso intento de tranquilizarme.

    Ella nos ha oído, no comprendo cómo, entre tanto griterío, nos ha oído. Viene decidida hasta donde estamos, camina con sus tacones a nuestro alrededor, se hace un silencio total que duele en mi cabeza tanto como el jaleo que lo antecedía, y habla:

   “Os he dicho que no habléis si no os lo ordeno. Vais a morir aquí y ahora, sólo podéis decidir quién lo hará primero. ¿Quién quiere ser el primero?”

   Su pregunta es mordaz, elocuente. El público aplaude. Sus secuaces se colocan en una fila junto a nosotros, que no nos movemos, ni dejamos de mirarnos mientras se tocan nuestras frentes y noto su nariz rozando la punta de mi nariz. Estamos en una especie de burbuja invisible en la que pretendemos escondernos, desaparecer. Puedo sentir sus latidos en mi rostro, puedo palpar su angustia. No quiero despegar la mirada de Él, no quiero dejar de sentir el contacto con su piel, no quiero aceptar la realidad que nos rodea. No quiero.

   “He preguntado quién quiere morir primero. ¿Quién de vosotros no quiere ver al otro morir?”

   No puedo creer lo que está sucediendo. Él y yo nos seguimos mirando, desesperados. No puedo comprender semejante atrocidad. Ninguno de los dos queremos contestar a la pregunta. No quiero morir, ni tampoco puedo soportar la idea de verle morir. Puedo sentir como él piensa lo mismo: cierra los ojos y niega con la cabeza. El sudor comienza a resbalar por su cara y llega a la mía, siento un calor febril que comienza a embargarnos como si fuera una hoguera que nos quema por dentro y por fuera. Es el terror que sentimos, que compartimos.

   “Vamos, mis esbirros y mi público quieren su espectáculo. Si no decidís vosotros, lo haré yo.”

   Ella habla altiva, segura de sí misma. A cada frase, la gente vitorea y aplaude.

   Intento decidir algo, pero no puedo. Él tampoco. Nos miramos, con una mirada cómplice que sabemos que significa: no podemos decidir tamaña crueldad. Ambos negamos con la cabeza, en un gesto rotundo, sin poder articular palabra.

   Ella comprende inmediatamente el mensaje. Su cara se transforma en una mueca horripilante. Está enfadada, y alterna una mirada despiadada de uno a otro. Se hace un silencio abrumador. Entonces su boca se tuerce en una sonrisa amarga y mira hacia los tres hombres que le acompañan. Veo que llevan una tela ancha que cumple las funciones de pantalón, cada uno de un color diferente: Rojo, Negro y Gris.

    El silencio me hace consciente del ritmo acelerado de nuestras respiraciones, de la agitación de nuestros pechos, del roce entre nuestros rostros buscando consuelo el uno en el otro. Siento dolor en varias partes de mi cuerpo. Nos miramos asustados, esperando su decisión, durante unos segundos que se hacen interminables.

   Ella percibe nuestra angustia, parece que la saborea. Cuando le miramos esperando el veredicto, hace una señal a Rojo con la mano, y en un movimiento rápido y ágil, sin que apenas podamos reaccionar, me asesta un puñetazo en la cara. Me pilla completamente desprevenida. Mi cuerpo se agita bruscamente sin que pueda evitarlo. Noto una mezcla de lágrimas, sudor y sangre por toda la cara. Me escuecen los ojos. No veo nada. Casi no oigo, un pitido ensordecedor ametralla mi cabeza. Puedo notar el sabor metálico de la sangre en mi boca.

   Tardo lo que me parece una eternidad en recuperar un poco la conciencia. Mi respiración y el latido de mi corazón se han disparado, hasta el punto que creo que voy a morir en cualquier momento. Apenas puedo abrir los ojos, de hecho, uno de ellos ni lo siento ni lo muevo. Por el otro veo borrosa la imagen de Él agitándose, desquiciado, gritando algo que no alcanzo a interpretar con el pitido ensordecedor en la cabeza, y el ruido del público enardecido. Ella se acerca a Él, parece que se ríe a carcajadas mientras Él continua agitándose y gritando. Me parece comprender que le pide que le mate a Él. Me invade un sufrimiento indescriptible. No quiero que muera, no quiero que le hagan daño. Prefiero morir yo. Prefiero seguir sufriendo que sentir que Él muere. No puedo imaginar el mundo sin Él. Siento que me ahogo en mi pesar y toso toscamente escupiendo sangre y lágrimas. Quiero decirle que no, que prefiero morir yo, pero no puedo ni articular palabra. Cada uno de mis pensamientos sé que es un reflejo de los pensamientos de Él. Entiendo su decisión, Él tampoco puede soportar ver cómo me matan a mí. Pero no hay decisión buena, no hay nada que podamos hacer.

   Él se acerca a mí y acaricia mi cara con la suya. Yo rompo a llorar desconsolada. Noto como fuerza su cuerpo contra las cadenas para llegar a mí, siento como en un gesto desesperado me besa suavemente, mientras susurra algo que no alcanzo a oír. Le miro, y me pierdo en el mar de su mirada, en el hermoso cielo que se abre en las puertas de sus pestañas, miro su preciosa boca y leo en sus labios unas palabras que me estremecen el cuerpo y el alma: “Cierra los ojos. Te amo”. No quiere que yo sufra más. Sé que me ama. Lo sé. Lo he sabido siempre. Intento decirle que yo también le amo, como jamás he amado, pero ninguna palabra sale de mi boca, que siento burda y ensangrentada. Entonces Ella nos coge a los dos de la cabeza, nos separa y dice algo en voz alta, lo suficiente como para que yo pueda intuir que no le ha gustado lo que me ha dicho Él. Veo que Rojo va hacia Él, y yo dejo que mis párpados hinchados se cierren. Si Él se va a sacrificar por mí, por lo menos que no me vea sufrir más. No quiero ni puedo ver cómo le hieren hasta morir, y apenas puedo mantener abiertos los ojos. Me dejo caer, y quedo colgando por las muñecas, con la cabeza inclinada en el pecho, y el cabello cayendo a los lados. Apenas percibo nada alrededor entre el sordo pitido que resuena en mi cabeza y el dolor que me invade en cuerpo, mente y corazón.

   Entonces sucede algo inesperado. Me cae agua helada por encima. Mi cuerpo se agita inevitablemente. Me yergo sobre las rodillas de la impresión. Tiemblo y abro los ojos súbitamente, el pitido se atenúa. Le veo a Él justo frente a mí, asustado y enfadado. Gris se acerca de frente, pasa junto a Él, y desaparece de mi campo borroso de visión, situándose detrás de mí.

   Siento como Gris se arrodilla y me arranca la ropa. Comienzo a oírle a Él gritar desesperado. Vuelvo a llorar. No soporto más humillación, no soporto que Él sufra, no puedo más. Gris pega su cuerpo al mío. Me coge fuerte pasando un brazo por mi cintura. Me asquea el tacto de su piel en mi piel, de su cuerpo en mi cuerpo. La otra mano de Gris me coge del pelo y estira mi cabeza hacia atrás, haciéndome gemir de dolor. Acerca su cara a la mía y siento naúseas. Se pone pegado a mi oreja, por la que todavía oigo algo más que el incesante pitido. Me habla en susurros, y lo que me dice me hace estremecer:

   “Te voy a destrozar por dentro como nunca lo han hecho. Vas a sufrir lo inimaginable. Puedes cerrar los ojos, pero dará igual, porque te voy a hacer lo peor que pueden hacerte: te voy a ir contando todo lo que le hacen a tu amado para que puedas sentir como muere desde mis labios.”

   Mi lloriqueo se transforma en un llanto desolador. Intento suplicar. Suplicar por Él. No quiero que muera, no quiero que le hagan daño. No quiero que vea como esta mole me toca y me habla, no quiero nada de esto esto. Por un momento mi mente vuela, y me traslado junto a Él, a sus besos, y sólo deseo despertar de esta pesadilla. Despertar a su lado, acurrucados, abrazados, sintiéndonos como nos sentimos cuando estamos juntos: invencibles, con toda la vida por delante para disfrutarnos y hacernos felices el uno al otro. Él lleno de cariño, y yo de sonrisas.

   El primer grito de Él me devuelve a la horrenda realidad. Le siguen otros gritos, Gris me va relatando como le golpean y donde. Me susurra como Él se retuerce y sangra. Mantengo los ojos cerrados, pero por mucho que lo intento no puedo abstraerme de su voz melosa y satírica, ni de los alaridos de Él. A cada palabra suya siento una desolación creciente, un abatimiento absoluto, la peor de las agonías. Me voy apagando como una tenue vela frente a un ardoroso fuego. Mi llanto se va convirtiendo en un sollozo. Apenas siento mi cuerpo. Creo que estoy muriendo de pena.

   Poco a poco los vítores y aplausos del público se van acallando. Dejo de sentir la vibración de sus golpes y patadas en las gradas. Cada vez oigo con más fuerza los ataques que arremeten sobre el cuerpo de Él, pero su voz también se va debilitando. Comprendo que se acerca su final. Quisiera poder soltarme de la atadura que supone el cuerpo de Gris sobre el mío, soltarme de las cadenas, correr hasta Él, y acariciarle hasta hacerle revivir, y olvidar. Pero no puedo. No puedo hacer nada.

   Súbitamente se hace un silencio intenso, y alguien en el público grita algo así como que acaben ya con nosotros. Un pequeño hálito de esperanza me recorre. Se unen otras tímidas voces a la petición. Quizá la tortura acabe ya. No puedo desear nada mejor, aunque sea la muerte. Acabaría semejante sufrimiento. Ya sólo deseo que todo acabe.

   Entonces entreabro los ojos, le veo a Él frente a mí colgando de las cadenas, con la cabeza, en un ángulo casi imposible, doblada hacia atrás. Tiene la ropa jironeada y está lleno de heridas abiertas y de sangre. Por un momento veo su pecho alzarse lento y agónico. Mi corazón se dispara pensando que aún está vivo en semejantes condiciones. No puedo ni imaginar el dolor que está padeciendo. En mi fuero interno sólo deseo que Ella escuche al público y todo se acabe.

   Pero no es lo que Ella tiene planeado. Su voz se alza en un bramido lleno de indignación:

   “Creo que mi público se está ablandando. Esto es lo que queríamos… S-A-N-G-R-E… y es lo que tenemos. Negro, date un paseo por las gradas, que quien no ovacione nuestro extraordinario trabajo quizá debera acompañar a nuestros invitados en su muerte.”

   La imagen borrosa de Negro caminando altivo entre la gente hace que me recorra un escalofrío terrorífico. Todo el mundo vuelve a levantarse a su paso, aclamando más sangre, aplaudiendo más fuerte, golpeando las gradas hasta que el eco vuelve a sumirme en el más profundo abandono.

   Rojo vuelve a descargar su ira sobre Él. Vuelvo a cerrar los ojos. Gris reanuda sus mordaces susurros hasta que, con un seco y cortante “Ya está”, me hace entender que Él ha muerto.

   Lo siento en lo más profundo de mi ser. Él ha muerto. Todo ha muerto. Sólo deseo morir yo también.

   Como oyendo mi deseo, Rojo me asesta un puñetazo brutal en el centro del pecho. Siento como me rompo por dentro. Me resquebrajo en añicos. Mi corazón se para, ya no puedo coger aire. Una bocanada de sangre me sube hasta la boca. Se acabó. Todo se acabó. Me muero.

   Mi último pensamiento es Él. Sus ojos, su sonrisa, sus manos en las mías.

   “Querido público, gracias por acompañarnos con vuestro entusiasmo. Un fuerte aplauso para mis incansables compañeros ODIO (Rojo), TRISTEZA (Gris) y MIEDO (Negro). Gracias por compartir un grato rato de entretenimiento conmigo. Mi nombre es ENVIDIA, y nunca había disfrutado tanto de vuestra compañía, ni de acabar con AMOR (Él) y ALEGRÍA (Ella). Os espero en nuestro próximo espectáculo. Os aseguro que no os defraudará”.

Fotografía y texto de Sara de Miguel.

Extraído del libro «9 Principios y ningún final».

¡Feliz miércoles!

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