Las huellas de memoria

Huellas de memoria

Me ha llegado un magnífico artículo escrito por Eva Borrás, veterinaria de vocación y corazón, en el que enlaza magistralmente los conceptos de emoción, memoria y aprendizaje desarrollados en «¿Es el enemigo? La eficacia de comunicarte» aplicándolos a la etología canina.

Es breve, conciso y nos aporta una conceptualización pragmática sin perder de vista la importancia de los sentimientos en nuestras relaciones: tanto con otras personas como con nuestras mascotas.

Os lo comparto mediante el siguiente enlace al blog de su página web para que podáis disfrutarlo tanto como yo.

¡Feliz semana!

Sara de Miguel

«13 Almas» en francés

¡Buenos días compañeros y compañeras de las letras!

En estos momentos convulsos y difíciles me animo a compartir con vosotros la novedad editorial de este año: «13 Almas» ha sido traducido al francés y ya está disponible en la mayoría de plataformas literarias (por ejemplo, Amazon). Me gustaría destacar que el privilegio de las traducciones de mis obras (ya en inglés, portugués, italiano y francés) viene proporcionado por la plataforma Babelcube, que me parece un lugar magnífico para facilitar el encuentro entre autores y traductores. En este caso, la traducción al francés, se la debo a Virginie Kernaonet, una traductora novel que ha dedicado mucho tiempo y esfuerzo a hacer llegar a ese idioma las vivencias de una Sara embebida y enfrentada por el mundo de la enfermedad y la muerte.

No puedo más que sentir una enorme felicidad por saber que mis experiencias y aprendizajes sobre la vida y la muerte traspasan las fronteras para poder ayudar a quien lo necesite a enfrentarse a los fantasmas del miedo y del dolor.

Con muchos cariño os deseo un feliz agosto,

Sara

Variopinto

VARIOPINTO

Que ofrece diversidad de colores o de aspecto.

Multiforme, mezclado, diverso, abigarrado.

 

«No hay mayor placer

para una mente inquieta

que encontrarse en el camino

una persona variopinta

que estimule su intelecto

y le ofrezca una visión distinta

del alma y del pensamiento»

¡Feliz semana!

Sara de Miguel

«13 Almas» con un gran descuento

Desde la plataforma Smashwords tenemos un cupón de descuento para quien desee leer «13 Almas» y compartir mis difíciles pero hermosas experiencias como psicóloga de cuidados paliativos domiciliarios.

El libro recoge las historias de personas reales al borde de la muerte y los valiosos aprendizajes que me aportaron.

Para aprovechar el descuento puedes entrar en este link del libro  y aplicar el código de cupón de descuento UL92U. Este código caduca el día 15 de octubre.

¡Te costará tan sólo 1,99$!

¡Un saludo y espero que lo disfrutéis!

Sara

 

Un hogar no es una casa

Un hogar no es una casa.

Es mucho más que eso.

Es un lugar especial donde las personas se sienten seguras y felices.

No es importante el tamaño, ni las posesiones ni el coste.

Hay casas grandes  y lujosas que no son un hogar,

y hay espacios pequeños y pobres

que contienen más calidez de la que se pueda imaginar.

La casa la conforman sus materiales y sus muebles.

El hogar lo conforman las personas.

Una casa la puede tener cualquiera que tenga dinero.

Un hogar sólo está al alcance de aquellos de gran corazón,

que comparten amor con su familia.

Si deseas un hogar no busques en inmobiliarias…

Rodéate de personas maravillosas y reparte cariño a raudales.

¡Feliz jueves!

Una conciencia tranquila

Se nos ha olvidado nuestra conciencia. Y todo por GANAR. Hoy día, en nuestra sociedad lo único que importa es ganar a toda costa, a quien sea, como sea y sin valorar las consecuencias.

Yo no estoy de acuerdo. Pienso que ganar no siempre es lo mejor. Ganar algo hoy puede suponer perder mucho mañana. Ganar es RELATIVO. Depende de lo que inviertes en tiempo, esfuerzo, dinero y bienestar emocional, y de tus valores y creencias. Ganar no siempre es ganar.

Además ganar no siempre es necesario. En ocasiones nos obcecamos en conseguir objetivos porque nos los autoimponemos o nos vienen impuestos social o laboralmente, aunque no sean lo que deseamos o no nos beneficien a nivel personal. 

Por si fuera poco, en nuestra sociedad está penado rendirse o perder. Fracasar es un estigma. Y nadie quiere sentirte un fracasado. Sin embargo, rendirse a tiempo en ocasiones es la mejor victoria, sobretodo cuando los indicios te avisan de que la victoria es difícil o imposible, y el tiempo y esfuerzo a invertir es mayor del que puedes dedicar. Rendirse es sano si eres es capaz de vivirlo como una decisión sabia frente a una expectativa no alcanzable.

Y en ocasiones perder también es ganar. Cada vez que pierdes en algo o que te equivocas, estás aprendiendo un camino que no te beneficia o que te genera malestar. Cada pérdida y cada error es un aprendizaje y te enseña a enfrentarte a la vida de una manera diferente, con más información, de hecho con una información que no tendrías si no hubieses perdido o errado. Yo no sería quien soy si no hubiera errado, perdido y no me hubiera rendido en muchas ocasiones. Acepto toda mi historia personal, con mis victorias y mis derrotas, porque me han convertido en quien soy y me hace sentir mucha orgullosa de ello. Tú tampoco serías quien eres sin tus victorias y derrotas. Puedes sentirte mejor o peor respecto a cada una de ellas, pero al fin y al cabo gracias a ellas estás aquí y seguro que tienes muchas cosas en tu propia historia personal por las que sentirte orgulloso u orgullosa. Cada vez que tomas una decisión lo haces pensando que es la mejor. Si lo es o no, es algo que sólo puedes valorar con tiempo y perspectiva, y desde luego sin arrepentimiento o acritud, pues en su momento te pareció la mejor decisión.

Entonces, si ganar es relativo, y rendirse y perder también es ganar, ¿qué es «GANAR» en realidad?

Ganar es dormir tranquilo.

Consiste en aprender a ser responsable de los propios actos y sus consecuencias, empezando por cómo nos comunicamos con nosotros mismos y con los demás.

Ganar es ser un comunicador eficaz, decir lo que quieres decir, y aumentar las probabilidades de que suceda lo que te gustaría que suceda. Esto no significa en ningún caso tener siempre la razón ni conseguir todo lo que quieres. Significa esforzarte por ser un buen emisor y receptor, y poder irte a dormir con la conciencia tranquila de que, cada día, tu parte como comunicador está lo mejor hecha posible.

Porque UNA CONCIENCIA TRANQUILA VALE MÁS QUE LA OPINIÓN DE TODO EL MUNDO.

Extraído del libro «¿Es el enemigo? La eficacia de comunicarte» de Sara de Miguel.

¡Feliz semana!

Lo que queda por vivir

Mientras el reloj de la existencia

agita lenta e inexorablemente sus manecillas

mueves tus piezas por el tablero de la vida

con la vana e inevitable esperanza

de que el jaque mate de la Muerte

se aplace una jugada más…

¡Feliz martes!

Aquí y ahora

«… La lección que me regaló Juan Luis es que somos el tiempo que nos queda. Y somos los responsables de ese tiempo. Mi reflexión personal es que nosotros elegimos qué hacemos con él, a quién y a qué lo dedicamos. La vida no admite demoras. El tiempo que disfrutamos con nuestros seres queridos, haciendo las cosas que nos gustan, no admite aplazamientos. Porque algún día ya no habrá tiempo. Si quiero aprender a tocar la guitarra, a dibujar, a bailar, a cantar, a lo que sea que me guste, tengo que empezar hoy. Si quiero ir al cine, a los bolos o de excursión con mis hijos, es hoy. Si quiero amar, es hoy que debo amar enamorada, loca y apasionadamente. Si quiero ser feliz, es hoy…»

Extraído de «13 Almas»

¡Feliz jueves!

Se felicita en público y se corrige en privado

«¿Conoces a alguien que no se queje nunca? ¿Has pasado más de una semana (quien dice una semana dice un día o un par de horas) sin criticar a alguien o alguna de sus acciones? Estoy segura de que no. Vivimos en una sociedad inmersa en la cultura de la crítica y la queja. Nos quejamos de todo y lo criticamos todo. A todas horas, vayas donde vayas, estés con quien estés, escuchas a alguien quejarse o criticar algo. Está aceptado socialmente quejarse y criticar, sin embargo no nos gusta ser el objeto de crítica o queja, ni nos parece bien que se nos quejen o que nos critiquen. Un poco contradictorio, ¿no crees?

Criticar y quejarse está genial, pero en su justa medida y con intención constructiva o de mejora. Y te ofrezco la posibilidad de que valores que recibir críticas y quejas no sólo es necesario, sino que es imprescindible en tu vida. Una pequeña reflexión: si nunca nadie se quejara de nada, ni criticara nada, hay muchos cambios que no se producirían. Las quejas y las críticas entendidas de una manera constructiva son motores de evaluación, de cambio y de aprendizaje a todos los niveles (tanto de evolución histórica, política y cultural, como a nivel personal).

Esto no significa que valga QUEJARSE Y CRITICARLO TODO sin ton ni son. Lo importante es saber qué criticamos, a quién dirigimos la crítica, en qué momento y lugar, y, sobretodo, con qué objetivo. Criticar por criticar, o quejarse por quejarse, puede servir de desahogo, pero poco más. Y es un desahogo que debes saber que genera HUELLAS DE MEMORIA EMOCIONALES NEGATIVAS, así que tampoco es que te favorezca su uso generalizado, a no ser que desees ir activando tus huellas de memoria emocionales negativas todo el tiempo hacia todo el mundo y todo lo que ocurre.»

Criticar o corregir en público genera emociones negativas tanto en la persona que recibe la crítica o la queja, como en las personas que os rodean en ese momento. Sin embargo, tener la paciencia necesaria para aceptar la situación, dejar que la emoción negativa que genera tu crítica o queja disminuya en intensidad, y ser capaz de aplazarla hasta el momento adecuado (en la intimidad), facilita que puedas expresarla mejor y que la persona receptora de la misma la acepte con más sosiego que en público.

Por otra parte se nos han olvidado los mimos, la comunicación en positivo, los refuerzos y la expresión de agradecimiento y de cariño, que son parte fundamental de la relación con los demás, y no sólo en privado, sino también en público.

Cuando somos niños pequeños nuestros padres nos insisten en que demos las gracias cuando recibimos algo (sea material o sea un gesto). Dar las gracias es expresar gratitud, agradecimiento o apreciación por el reconocimiento de un beneficio que se recibe o recibirá, sea del tipo que sea. A medida que crecemos nos acostumbramos a que dar las gracias no es necesario, se da por supuesto. Y no deberíamos dar nada por supuesto.

Seguro que te encanta que te agradezcan las cosas que haces por otras personas, y seguro que a esas personas también les encantaría recibir tu agradecimiento cada vez que hacen algo por ti. No es lo mismo dar por supuesto que tener la certeza. No es lo mismo que te pases días preparando una sorpresa para un ser querido, y suponer que te lo agradece, que que te diga con su propias palabras “Gracias por esto que has hecho por mí”. Tampoco es lo mismo esforzarse en hacer todas las obligaciones diarias lo mejor posible, a que alguna de nuestras personas más cercanas nos digan lo bien que lo hacemos o lo mucho que nos esforzamos.

De eso trata: de aprender a DAR LAS GRACIAS y a HACER MIMITOS COMUNICATIVOS, conductas que los adultos tendemos a dar por supuestas y que no sólo son agradables, sino que son muy necesarias para sentirnos bien con nosotros mismos, así como para que los demás se sientan cómodos a nuestro lado. Y si lo hacemos en público mejor que mejor. A todos nos gusta que nos reconozcan en privado, y más delante de otras personas, que tenemos grandes virtudes, hacemos cosas bien, tenemos atributos físicos, psicológicos y emocionales dignos de elogio. Todo ello genera HUELLAS DE MEMORIA EMOCIONALES POSITIVAS en nosotros mismos y en los demás.

El gran aprendizaje sería que hay que criticar y quejarse cuando sea necesario, pero en el momento adecuado y dirigido a la persona adecuada con las palabras adecuadas, y hay que saber agradecer y cuidar con palabras positivas siempre que se pueda. Disfrutemos de esta manera de la vida y de las personas que nos rodean, y hagamos de nuestras relaciones un mundo mejor.

Extraído de «¿Es el enemigo? La eficacia de comunicarte» de Sara de Miguel.

¡Feliz lunes!

4. El metro

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Mireia llegó a Barcelona con sueño. Salió del avión con cuidado de no coincidir con el dulce joven que se le había declarado. No le gustaba generar emociones negativas en los demás, y menos cuando él se había atrevido a ser sincero con ella.

Bajo hasta la parada del Aerobús. Tomó el transporte y se apeó en Plaza España. Paró a desayunar en una cafetería que acababa de abrir. A pesar de que por los nervios no tenía mucha hambre, pidió un zumo y medio bocadillo, y se obligó a terminarlos. Desayunó tranquila, tenía tiempo de sobra para su cita. Había cogido el primer vuelo de la mañana porque era económico, y con tres hijos la economía a veces era complicada.

Llamó a Jan para cerciorarse de que todo marchaba bien en casa. Jan le aseguró que estaban a punto de salir hacia el colegio y que sus tres hijos estaban maravillosamente. Mireia sonreía con sólo escuchar sus voces al teléfono. Finalizó la llamada con un “¡Qué tengáis un buen día!” entusiasta y cariñoso.

Mientras se deleitaba en el último sorbo de su café se fijó en cómo despertaba la ciudad, y con ella sus ciudadanos. A través de la amplia cristalera vió pasar cientos de personas que supuso que, ese día tan diferente e importante para ella, los demás simplemente continuaban con sus rutinas, esas que te proporcionan seguridad en la vida cotidiana.

Después se dirigió al metro. Sacó su tarjeta de diez pases, que había adquirido en el viaje anterior con Jan para economizar los traslados, y paso por la puerta. Tardó casi un cuarto de hora caminando en llegar al andén. Allí se quitó la chaqueta. Le costaba comprender como los demás no se estaban asfixiando con el calor extraordinario que hacía allí abajo. La diferencia de temperatura en pleno noviembre entre la calle y el metro debías ser, como mínimo, de quince grados. Se dejó el pañuelo al cuello para evitar constiparse o coger frío en la garganta.

Entró en el vagón que paró frente a ella. El metro dirección Trinitat Nova iba abarrotado. Buscó un sitio en el que pudiera agarrarse a una de las barras de seguridad, sin ocupar asiento, por si hubieran personas mayores o familias con niños. Encontró un hueco desde el que veía la pantalla de información, ideal para controlar las paradas y saber cuándo tenía que bajar.

Parecía un panal de abejas: decenas de personas apelotonadas en un espacio mínimo, moviéndose lo justo para evitar el incómodo contacto físico entre ellos. Cada uno con una historia, su propia historia, coincidiendo por azar en un mismo momento en un mismo lugar.

Las voces de dos mujeres sentadas a escasos centímetros de ella le sacaron de su ensimismamiento. Debían rondan los sesenta o setenta años. Iban bien vestidas, con sus bolsos de marca sobre el regazo fuertemente sujetados con ambas manos. El volumen de su conversación era excesivo, lo que hacía que inevitablemente todos a su alrededor pudieran escucharlas. Le generó curiosidad el tono despectivo y enfadado de sus palabras. Sin siquiera darse cuenta se encontró prestando atención a su diálogo.

Hablaban con amargura de sus hijos y su relación con ellos. Todo eran protestas, quejas y descontentos. Al principio sintió compasión por ellas. Parecía que tenían unos hijos desconsiderados que se aprovechaban de las pobres abuelas sin tenerlas en cuenta. Sintió profundamente la amargura que expresaban las mujeres hacia sus propios hijos. Le dio pena que una relación tan hermosa como es la maternal pudiera llegar a aquellos extremos de manipulación y abuso.

Entonces la señora que tenía más cerca de las dos que despotricaban abiertamente la miró con fijeza. Mireia las estaba escuchando con curiosidad. Sucedió algo que le sorprendió: la señora alzó la voz y comenzó a hablarle a ella con desprecio. Mientras Mireia se quitaba el pañuelo del cuello, acalorada, la señora le acusó de cotillear su conversación, y de varias cosas más. Se sintió avergonzada e incómoda. No era su intención haber escuchado con descaro. Se apartó los pocos centímetros que pudo de ella y desvió su mirada al panel informativo. Le increpaba gritando de maleducada. Se sentía abochornada. Consideró que tenía razón, aunque le pareció innecesario que le atacará de una manera tan brusca y maliciosa.

Mireia miraba el panel de información, con sus puntitos rojos en las paradas ya pasadas, alternando con un gesto de disculpa hacia las señoras. Pensó en pedirles perdón, pero el volumen elevado de su voz, así como sus expresiones de malestar, le persuadió de ello. No creyó que sirviera de nada.

Entonces las señoras volvieron a su conversación sobre lo desgraciadas que les hacía la relación con sus hijos. Pasaron a quejarse también de su relación con los vecinos, expresaron su malestar por las enfermedades que les atenazaban, los tratamientos que recibían y el mal trato recibido por los especialistas. Después su conversación se centró en el elevado precio de la fruta del mercado, y la descortesía de los tenderos del supermecado cercano a su casa.

Mireia entendió. Entendió que aquellas señoras estaban en un círculo vicioso de quejas y protestas. Repasó mentalmente todo lo que habían dicho sobre sus hijos. Era consciente de que no los conocía, ni conocía sus actos ni la relación real con sus madres. Pero comprendió que el problema eran ellas. No se puede estar bien con nadie si uno no está bien con uno mismo, y ellas no lo estaban. No sabía cuales habían sido sus expectativas sobre la vida, pero estaba claro que no tenían nada que ver con la realidad que estaban viviendo.

Suele pasar con las expectativas, ¡que se lo dijeran a ella!. En ese momento se encontraba en un vagón de metro por una circunstancia de la vida inesperada y no deseada. Pero allí estaba, enfrentándose a ello, afrontando la situación, y lo hacía con una sonrisa en los labios.

Pero aquellas mujeres estaban eligiendo negar su realidad, desear otra diferente, y obcecarse en lo que les gustaría que fuera. De esa manera se privaban a ellas mismas, y a las personas que les rodeaban, sus propios hijos, de tener la posibilidad de ser felices, fueran cuales fueran sus condiciones.

Las señoras estaban eligiendo quejarse, protestar, gritar y atacar a cualquiera que no hiciera lo que ellas consideraban correcto. ¿Y quién decide lo que es correcto? Seguramente “lo correcto” para cada uno de sus hijos debía ser diferente a lo que consideraban ellas. Y no por ello peor, ni mejor. Sólo diferente. Desde luego a gritos y expresando sólo lo negativo era difícil que pudieran entenderse.

Repasó minuciosamente la conversación entre las señoras. No fue capaz de encontrar una sola palabra en positivo. Ni hacia sus hijos, ni hacia nada. A todo y a todos le habían puesto la etiqueta de “malo”. Probablemente se sentían encerradas en un mundo que percibían “malo”, de cosas y personas “malas”, sin ser capaces de valorar nada bueno en la conducta de nadie. Ni siquiera eran capaces de valorar algo inocuo, como el hecho de que ella, y otros tantos pasajeros del metro, les escucharan por el mero hecho de que hablaban voceando.

Supuso que, para ellas, debía ser mucho más fácil buscar culpables ajenos que pensar que uno mismo es responsable, aunque fuera en parte, de las cosas que le pasaban. Pensó cuánto podrían cambiar sus vidas si simplemente prestaran un poco de atención a sus propios comportamientos y vieran que parte de lo que les sucedía eran consecuencias de ellos. Podría escuchar más a las personas que les rodeaban, incluidos sus hijos, que seguramente no deseaban que sus madres se sintieran así de menoscabadas en su relación. Podrían prestar atención a las cosas positivas que hacían los demás hacia ellas, que seguro que más de una habría, y expresar también algo en positivo de todo eso.

Quizá todavía tuvieran la oportunidad de ser un poco más felices. Le hubiera gustado decírselo mientras se levantaban, peculiarmente, en su misma parada: Vall d´Hebrón. Pero simplemente se mantuvo a cierta distancia para evitar más conflictos. A Mireia no le gustaban los problemas. Tenía una premisa máxima: si la solución del problema dependía de ella, ponía todos sus esfuerzos en solucionarlo. Si no dependía de ella, se mantenía al margen para que no le afectara a nivel emocional de manera innecesaria.

En ese momento la señora que había arremetido contra ella se giró para mirar los asientos que acaban de abandonar, revisando no dejarse nada. Al cruzar la mirada con Mireia, lo hizo con un gesto retador, prosiguiendo los reproches contra ella y contra la humanidad en general.

La señora expresó una opinión personal, sobre política, educación, malos tratos, y psicología que, además de ser extremista e irreal, le pareció fuera de lugar. Un vagón de metro repleto de personas que podrían pensar diferente a ella estuvo obligado a escuchar su acalorada y agresiva disertación. Varias fueron las miradas estupefactos e hicieron gestos de desacuerdo. Aunque nadie se tomó la molestia de replicarle. Mireia supuso que, como ella, lo vieron un esfuerzo inútil.

La joven bajó en la parada, y salió a la calle que le llevaría al hospital, manteniéndose a una prudente distancia de las señoras.

Mientras se ponía el pañuelo y la chaqueta de nuevo, ante el frío y la llovizna, no pudo evitar recordar a su madre, que había fallecido ocho años atrás por un cáncer de colón. Le dolió el pecho y las lágrimas afloraron a sus cansados ojos. Ojalá su madre pudiera estar viva y ambas pudieran disfrutar la una de la otra. No habían tenido una relación ideal, porque eran muy diferentes, pero siempre la había querido y valorado mucho. No pudo imaginar cuan difícil debía ser que tu madre te trate con condescendencia y demagogia, como hablaban aquellas señoras de sus propios hijos. Ni siquiera valoraban el hecho de estar vivas, de tener el honor de tener hijos y nietos de los que disfrutar.

También recordó con una amplia sonrisa a sus suegros. Siempre cariñosos y amables. Facilitaban que sus vidas y su relación fuera tan buena. Se sintió agradecida de la maravillosa relación que tenía con ellos.

Manuela y Juana siguieron su camino lleno de odio y amargura, sin ser conscientes del amplio rechazo que habían generado en la mayoría de pasajeros con los que había compartido lo que ella consideraba su gran experiencia y sabiduría en aquel vagón de metro. Ni se planteó que sus ideas pudieran ser equivocadas. Manuela nunca supo quién era aquella joven contra la que había arremetido por su incómoda curiosidad, ni le importó ni volvió a pensar en ella nunca más.

Por el contrario, Mireia nunca olvidó a aquellas señoras. Las recordó siempre que sintió la necesidad de quejarse por quejarse, o de hablar mal de alguien o con alguien, o de tratar con impaciencia a su marido o a sus propios hijos, o de no valorar lo suficiente a su madre en el recuerdo, o a sus suegros en su vida cotidiana, o a cualquiera que se cruzara en su camino.

Mireia supo que no quería ser como ellas. Ellas habían elegido hacer de su día a día un infierno de problemas innecesarios. Prefería perdonarlas por vivir en la ignorancia emocional. Prefería no juzgarlas por no elegir valorar el simple hecho de estar vivas, y de hacer de su vidas, y la de quienes la rodeaban, lo más bonita posible.

Con más ganas que nunca Mireia afrontó el reto de iluminar con sonrisas cada momento, cada situación, por muy complicado que fuera.

Decidió no caer en el ostracismo ni en la negatividad. Decidió que la felicidad estaba en las pequeñas cosas, y que una palabra hermosa o un gesto agradable también eran felicidad. Se esforzaría porque así fuera.

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