
Se había levantado temprano. Inició sus rutinas matinales: desayuno con leche de soja y muesli, llamada a su madre para ver qué tal iba todo y preparar la bolsa para el gimnasio.
A las ocho en punto estaba en la sala de fitness. Hizo clase de una hora y después dedicó más de media en la sala de musculación a sus brazos, abdominales y piernas.
Se dio una ducha larga y relajante. El agua caliente le encantaba. Le ayudaba a aclarar sus ideas y prepararse para el resto del día. Se vistió mientras hacia la lista mental de la compra, y con ella en la cabeza fue hasta el supermercado. Compró un filete de pechuga de pavo y brotes de rúcula y parmesano.
Al llegar a casa puso la ropa del gimnasio en la cesta de la ropa sucia y dejó la bolsa del gimnasio vacía en la entrada. Preparó su comida , sana pero nutritiva, y comió con tranquilidad mientras veía una serie sobre abogados en la televisión.
Lo hizo con el teléfono en modo silencio y el interfono del piso descolgado. Le gustaba la soledad: su soledad. Había tenido una relación con un chico durante tres años. Se suponía que eran la pareja perfecta: los dos de buena familia, cada uno dedicándose a lo que les gustaba, con un montón de amigos y ambas familias que les adoraban. Sin embargo, de puertas para adentro, aquella relación se había convertido en un infierno de celos, gritos y peleas. Cuando por fin comprendió que aquello no era amor, sino una dependencia malsana, rompió con él y se mudó a un pequeño piso en el centro. Dejó la peluquería en la que trabajaba de encargada gracias a los contactos de sus padres, y estudió una formación profesional superior completamente diferente. Encontró trabajo en un hospital de las afueras, con un horario de tarde que limitaba mucho su anterior y agitada vida social, pero que le encantaba y llenaba mucho más que dirigir peluqueras desmotivadas y malpagadas. Así que ahora se sentía libre y tranquila. Y disfrutaba de aquella independencia y tranquilidad.
Al terminar la comida, se premió con una buena dosis de fruta variada: mandarinas, granadas y una manzana. Se cuidaba mucho y su cuerpo se lo agradecía. Se sentía fuerte y sana.
A la una en punto dedicó casi media hora a hacerse un laborioso peinado que le resultaba práctico en el trabajo, y a la vez, lucía su rostro marcado y bonito. Se maquilló cuidadosa y discretamente: antiojeras, base de crema, polvos para matizar, un poco de rimel y brillo de labios. Después preparó la bolsa del trabajo y se puso una chaqueta de lana de colores: su favorita.
Fue caminando hasta la parada del metro y espero mientras escuchaba música de sus listas de reproducción de Spotify en el teléfono móvil.
Hacia calor allá abajo, pero se había acostumbrado a los cambios de temperatura entre la ruidosa y fría ciudad, y el calor abrasador en las vías del metro.
Línea tres dirección Trinitat Nova.
Entró en el primer vagón que paró frente a ella. Estaba lleno, pero no le importaba. Se sentía cómoda rodeada de desconocidos mientras su música le distraía del mundo exterior.
Durante el trayecto, y a pesar de llevar sus auriculares insertados en los oídos y de que el volumen de la música era elevado, pudo escuchar a su derecha a dos mujeres mayores despotricando. No entendía las palabras ni, por lo tanto, los motivos, pero le disgustó el tono acusador y desagradable con el que se dirigían a una joven al otro lado del vagón. Le pareció que el resto de pasajeros se incomodaban tanto o más que ella. Aún así, simplemente subió el volumen de la música y continuó con su propia terapia de centrarse en ella misma y sus pensamientos para poder enfrentarse a la tarea complicada de su trabajo. Se exigía mucho, era perfeccionista y aplicada, y eso requería grandes dosis de concentración que no permitía que le arrebataran, ni siquiera un pequeño altercado en el metro que no le incumbía.
Llegó su parada: Vall d’Hebrón. Bajó junto a las señoras mayores y la joven que, a pesar de encontrarse unas filas más atrás, recibió algún tipo de amonestación adicional por parte de una de las señoras. Pensó ¡Cuánta ira hay en el mundo! Con todas las cosas malas que hay, desde luego le parecía innecesario crear más malas vibraciones. Aunque también reflexionó que quizá el problema merecía semejante discusión. Y ya que ella no tenía ni idea de lo sucedido, decidió evitar realizar juicios de valor e ignorar el suceso y continuar con sus rutinas.
Llegó veinte minutos antes de comenzar su turno a las tres. Apagó la música y guardó los auriculares en la taquilla junto a su ropa y su bolsa. Se cambió y se puso su blanco uniforme. Puso el teléfono móvil en silencio y se colocó su identificador en la pechera y repasó su peinado y su maquillaje frente al espejo.
A las tres menos diez le daba el relevo a su compañera, también técnico de radiodiagnóstico. Pasó por delante de la recepción y saludó a la auxiliar. Caminó por el pasillo central y saludó a la médico radióloga que estaba de turno esa tarde. Entró en su cubículo y repasó la lista de pacientes con el enfermero. Hoy tenían seis gammagrafías vasculares y óseas completas. Cuatro de las pacientes ya estaban esperando en la sala de la entrada. Decidieron empezar cuanto antes, ya que ambos sabían que en muchas ocasiones debían repetir pruebas o realizar complementarias y, además, preferían no hacerles esperar sin necesidad.
Se sentó en su silla e inicializó el programa informático con su usuario y contraseña. Mientra el enfermero, diligente, ya había pasado a la primera paciente, una mujer de unos ochenta años que apenas podía caminar. El enfermero le inyectó el compuesto radiactivo con sumo cuidado, ya que su piel se veía seca y arrugada, y las venas pequeñas y estrechas. Acertó a la primera. Desde luego era un gusto tener un compañero tan cuidadoso y competente.
Ayudó al enfermero a tumbar a la paciente en la camilla y le explicaron que tenía que estar muy quieta mientras le tomaban unas “fotos” con la máquina que supuso que debía tener un aspecto aterrador para una anciana. Fue dulce con ella. Patricia nunca escatimaba en cariño con sus pacientes. Bastante tenían ya con sus enfermedades y tratamientos. Para ella estar atenta y ser considerada era imprescindible en su trabajo. Y además tenía suerte porque era un valor compartido con sus compañeros. Sabía que había otros servicios del hospital donde los pacientes no eran más que números y horas de citación. Allí no, todo lo contrario: todos se esforzaban por tratar a los pacientes como personas que merecían toda su atención y respeto el breve tiempo que formaban parte de sus vidas.
Cuando acabó las pruebas a la anciana, el enfermero y ella le acompañaron cogiéndole cada uno de una mano hasta la sala “caliente”, donde estaban aislados para no irradiar a otras personas. La ayudaron a sentarse y le ofrecieron agua o un zumo. Debía estar allí dos horas y habría una auxiliar que pasaría periódicamente a ver cómo se encontraba y atender sus necesidades, pero en ese mismo momento estaba preparando la sala para el siguiente paciente.
Cuando volvió a su cubículo se encontró al enfermero inyectando el compuesto radiactivo a una joven. Era la misma joven del vagón del metro, la que se había visto involucrada en el que le había parecido un desagradable incidente. Estaba nerviosa y temblaba. Le ofreció una manta, que aceptó gustosa.
Mientras le indicaba cómo tumbarse y colocarse en la camilla para la prueba la observó con un sentimiento de pena. Parecía una niña. Tenía un rostro joven y agradable. Ella le sonrió. Su sonrisa era de esas que iluminan el día de quienes son sensibles a pequeños detalles como aquel. Una sonrisa mientras te hacen una prueba que supone el posible diagnóstico de alguna grave enfermedad. Le devolvió la sonrisa y le explicó el procedimiento.
La joven se mantuvo muy quieta durante la gammagrafía vascular, y las imágenes fueron claras y limpias. Se alegró. Mientras guardaba los resultados en su carpeta se fijó en sus datos personales. Se llamaba Mireia. Era mayor de lo que pensaba: treinta y cuatro años. Exactamente los mismos que ella. Un escalofrío recorrió su cuerpo, pero no dejó que el miedo a la enfermedad, que a todos los trabajadores de sanidad invadía muchas veces, le afectara. Alejó los malos pensamientos con cuidado y se centró en el trabajo. Le dijo que podía esperar en la sala “caliente” las dos horas que tenía que esperar para realizar la siguiente prueba, o, al ser una persona joven sin dificultades para desplazarse, también podía salir del recinto hospitalario siempre y cuando se mantuviera lejos de otras personas para minimizar el riesgo de radiación, especialmente de ancianos y niños.
La joven la escuchó atenta y le dijo que prefería salir fuera. Le aseguró que a las cinco y media estaría puntual en la sala. Con su radiante sonrisa y un ligero temor se alejó por el pasillo de entrada.
Patricia atendió con presteza a las cuatro siguientes pacientes, todas mujeres mayores. Todas se quedaron en la sala “caliente”.
Al pasar las dos horas preceptivas su compañero y ella fueron a recoger a la anciana a la sala y la trasladaron al segundo cubículo, donde le realizaron la gammagrafía ósea pertinente. Observó las imágenes con puntitos verdes brillantes por varias zonas de su cuerpo. Seguramente metástasis óseas secundarias a un cáncer. Insertó los resultados en la carpeta de la paciente y avisó a la médico radióloga para que pudiera analizarlo en detalle y realizar el informe para el especialista.
Con dulzura le acompañaron a la sala de recepción, donde le esperaban sus familiares, que con la misma dulzura y mucha paciencia fueron caminando hacia la salida.
En el segundo cubículo le esperaba la joven. Volvió a sentir un terrible escalofrío, que identificó como un sentimiento ambivalente entre el miedo y la tristeza.
Le hizo la gammagrafía ósea. La imagen reflejaba múltiples puntitos verdes muy localizados en un hueso. Seguramente un tumor aislado. Salió de la sala y se lo comentó a la radiológa, que le pidió que realizara pruebas adicionales para asegurarse de que se trataba de un único tumor y para determinar de qué tipo.
Le explicó a la joven que debía realizarle más pruebas. La joven cambió su sonrisa por una mueca de sorpresa y miedo. La comprendió e intentó tranquilizarla. Para ello le preguntó qué tal había ido el paseo. Ella le dijo que los había tenido mejores, pero que al menos no hacía demasiado frío. Mientras la pasaba a un tercer cubículo con su respectiva imponente máquina, Mireia la observaba y le dijo que le parecía que llevaba un peinado muy bonito, que estaba muy guapa con él. Le agradó su comentario y se sintió cómoda para confesarle que antes había sido peluquera, pero que no se sentía realizada y había decidido estudiar radiología para hacer algo que la llenara más y le hiciera sentir que su trabajo aportaba algo positivo a la humanidad. La joven asintió complacida y le dijo que como peluquera le parecía extraordinaria, y que el trato que le estaba dando también, que le ayudaba a sentirse mejor y más tranquila. Ambas sonrieron y continuaron con las tres pruebas adicionales que le fue indicando la radióloga. Entre dos pruebas vio como Mireia escribía un mensaje en su teléfono móvil.
Al finalizar la joven le pidió conocer los resultados. Patricia, muy prudente, le explicó que comprendía su inquietud pero que hasta que la radióloga no analizara las pruebas y emitiera el informe, no sabrían con certeza el diagnóstico. Y que, además, esa tarea informativa correspondía a su especialista. La joven, nerviosa, le explicó que venía con un traslado de expediente desde otra comunidad autónoma y que no tenía cita con el especialista hasta tres semanas más tarde, que si no le decían algo pasaría esas tres semanas muy angustiada, y que al menos le orientara para no tener que pasar por aquel calvario.
Patricia se conmovió. Tres semanas son muchos días, minutos y segundos para estar dando vueltas y más vueltas, temiendo lo peor. Le dijo que iría a hablar con la radióloga a ver si podía hacer algo, pero que no le prometía nada. La joven le sonrió entusiasmada y casi dando saltitos de alegría, le dio las gracias.
La radióloga que estaba de turno aquella tarde se mostró receptiva y comprensiva. Fue con Patricia hasta el último cubículo y le explicó a la paciente que le habían realizado más pruebas de las esperadas para cerciorarse de su diagnóstico y que, inicialmente, parecía un tumor óseo aislado, sin signos de metástasis. Que se lo confirmarían en la visita al especialista, pero que de entrada podía estar tranquila. Todo lo tranquila que se podía estar ante semejante situación.
Mientras hablaban, la doctora se sentó junto a ella y le cogió la mano, le sonrió y le habló con voz suave y palabras consoladoras. Patricia se sintió orgullosa de ella misma, de sus compañeros y de su trabajo.
Acompañó a la joven hasta el pasillo de la salida, en un silencio afectuoso. Las dos se transmitían cierta ternura, de esa que no se puede explicar con palabras, que simplemente se siente y ya está. Disfruto de ese momento de cómplice simpatía.
Al acabar la jornada estaba cansada pero satisfecha. Su vida se había transformado mucho en los últimos años, pero se sentía feliz. Era quien quería ser, y hacía un trabajo que amaba. De alguna extraña manera asoció aquella noche que, entre gritos y lágrimas, decidió cambiar su vida, con la sonrisa de aquella joven. Lo que en un momento fue un infierno, ahora era su propio cielo. Se fue a dormir dichosa, pensando en la hermosa sonrisa de Mireia. Somnolienta le deseo lo mejor.