
Ay, Amor. Me has llamado y no te lo he cogido.
No es la primera vez que lo hago,
es porque a veces no puedo hablar:
tengo un poema, o un problema,
atravesado en la garganta.
No sé cómo explicarte esto.
Te mereces entenderme, cuando ni yo misma me entiendo.
Es porque tengo un secreto. Ahora será también tu secreto.
Shhhh, léelo en voz baja y no se lo cuentes a nadie.
La gente normal podría pensar que estoy loca.
Tranquilo, no lo estoy. Sólo soy escritora.
Sangro y escribo.
Extraña es la vida del escritor
que destila letras en el mecanismo de su cuerpo.
Sangro y escribo.
Letras que se arremolinan en mi cabeza,
que la llenan como un embalse
y se derraman por mis venas hasta la punta de mis dedos.
Palabras sangradas a borbotones
por cada una de mis heridas.
A veces son historias de batallas perdidas.
Otras, en cambio, exaltación de alegría.
Pero siempre, siempre,
tienen un poco de tristeza y de melancolía.
La inspiración es un fantasma etéreo
que me persigue, me acosa y me empuja
al abismo de mis terrores más profundos.
Me lleva de la mano, suavemente,
por senderos de paisajes hermosos
que se clavan en mis ojos.
Me tumbo en la luna mirando el césped.
Dejo que me arrastre a todas partes,
y en ninguna permanezco.
Vuelo, viajo. Vivo y sonrío.
Añoro y lloro por lugares que no conozco.
Ay, Amor.
Puedo ver estrellas en el brillo de tus ojos,
o monstruos en la comisura de tu boca.
Puedo sentir la paz más infinita
en los recovecos de tu cuerpo,
o dolerme en cada una de tus ausencias.
Puedo oír el café que preparas por las mañanas,
que me aleja de cualquier pesadilla.
Puedo hundirme en los infiernos
de la miel que ahoga mi boca
como brea envenenada.
Puedo hacerlo todo
según me despachan las palabras,
en tu refugio o en mi averno.
Despierto en plena noche, insomne de emociones
que me arrebatan el sueño.
Sueño que no es más que la metáfora
de la muerte de mi organismo, pero no de mi cerebro,
que sigue, persiste, creando y creando más frases
que me desvelan hasta que las vuelvo a sangrar
en papeles en blanco, en pantallazos austeros
de música literaria en silencio.
Bailo canciones olvidadas, que me mecen en cada compás,
que me hurgan como si fuera su pentagrama de notas perdidas,
como si yo tuviera que encontrarlas.
Me las acercan las manos de Paco de Lucía,
en el Adagio del Concierto de Aranjuez.
Acordes aciagos de guitarra
que me susurran nanas de la nada, para la nada.
Lágrimas y más lágrimas. Palabras y más palabras.
Me ducho y no escucho el caer del agua,
no siento como se deslizan las gotas por mi piel.
Sólo el rumor de historias inacabadas danzando en mi mente.
Tormenta eterna, quizá tormento.
Rayos y centellas que no cesan.
Podría ser un castigo o un consuelo.
Sentada en el frío suelo mientras se empapa mi alma,
cojo un bolígrafo y las escribo por todo mi cuerpo,
porque siento que si no lo hago reviento.
Cuando me seco, con la tibia toalla cubriendo las marcas,
ya no queda nada.
Todo, tal como vino, se ha ido.
Con cada párrafo que despunta necesito otro que llene el vacío.
Engullo alimento pero no lo digiero,
sólo se transforma en más vocablos que abarrotan mi esencia.
Se juntan y amontonan.
Me llenan y crezco, y crezco como Alicia
cuando bebió de la botella.
Y sangro más palabras.
Y agonizo como Blancanieves cuando mordió la manzana.
Burlas de cuentos de hadas que hacen de mi vida
una continua historia ya contada.
Por la tarde, perdida en la soledad de mi estudio,
acompañada por el desconsolado teclado y la cansada pluma,
me gustaría fumarme un cigarro y beberme un whisky.
Dejar que el humo invada mis pulmones y exhalar aire enrarecido.
Paladear malta fermentada que me arda en la garganta,
que inmole a fogonazos mis papilas y los sabores que percibo.
Sentirme humana, sentir que siento algo,
lo que sea, algo más que palabras.
Creo que muero. Tanto sangrado no puede ser bueno.
Pero me niego a hacerme un torniquete
que impida que sea lo que soy: un libro en movimiento.
Un libro etéreo, eterno, que no cesa.
Mil historias atormentando mi entrañas,
como si fueran alimañas
que respiran mi oxígeno y arrasan mi calma.
Me imagino que me encontrarías
moribunda en el suelo, inerte,
con los ojos fijos en el techo,
donde ninguna palabra azote mi pecho.
Tus alaridos, mi Amor,
resonarían en una partitura nunca escrita,
gritos en brete, entre el pánico y la desesperanza.
Las sirenas de la ambulancia alertarían a los vecinos
que, extrañados, preguntarían qué sucede
a la vecina callada, ausente, diferente, de la casa de al lado.
Ya en el hospital algún médico valiente detectaría los síntomas,
y sin vacilación me diagnosticaría hemorragia verbal.
Tratamiento: que le transfundan más letras.
Conectada a las máquinas se volvería a oír
el eco de mi corazón latiendo poemas.
Y mi ente falleciente resucitaría
para seguir creando relatos llenos de imaginarías vidas.
Vidas que no son la mía, vidas que atracan
en el puerto de mi consciencia sin que yo pueda hacer nada.
Y las acojo en mi seno, y les doy calor y las cuido.
Las acuno y las duermo. Crecen entre mis manos,
y cuando ya no me caben en ningún rincón,
apesumbrada, las derramo con tinta con un triste adiós en la mirada.
Después cualquiera me dirá que me ve más delgada,
quizá no comprenda que pierdo kilos a cada palabra.
Que mis ojeras son el reflejo de mi pesar,
y mi sonrisa el retrato de horas perdidas
frente a frente con la inspiración y la ambición
de quien, siendo escritora, ser más humana ansía.
Que mis desvelos no tienen cabida
en un karma que sólo escribir me equilibra.
No será hoy.
Al acabar esta misiva, este misil a tu sentido de la cordura,
simplemente voy a volver a mi lúgubre aposento
lleno de sombras de novelas leídas,
de poemarios que retratan mi misma adicción.
Aluvión de autores,
tromba inacabable de relatos que evidencian mi misma perdición.
Y me consuela pensar que hay otros,
que siempre los ha habido, que siempre los habrá.
Otros que se deslizan por los días acongojados y superados
por la necesidad de sangrar palabras por los dedos de las manos.
Pudiera ser que algún día coincidiera con otro,
con uno como yo, con otro escritor.
Pudiera ser que me sintiera comprendida.
Pudiera ser que no me sintiera tan sola
en mi mundo de amalgamas de sentimientos
que necesitan ser vocablo, que lo ambicionan a toda costa
a cargo de mis horas, a cargo de mis días.
Al llegar al ocaso, todavía con este secreto no compartido,
carcomida por la incertidumbre de la complicidad que nos une,
comprendo que no conoceré a ninguno.
Pues, al igual que yo misma, los otros escritores
andarán escondidos en sus madrigueras de lances salvajes,
lejos del mundanal ruido de la vida cotidiana
de quienes no sienten como corren por sus venas
cada letra, cada aventura, cada verdad, cada mentira, cada historia
que necesita un cuerpo que la cobije y le dé la vida,
cual hijo parido, cual recién nacido que precisa amor y cariño.
¿Somos asilo de otras vidas o personas truncadas, pendiendo de un hilo?
Llegada la noche, me hundiré en mi cama,
absorta de nuevo en más versos y baladas.
Sentiré, una vez más, la fiebre que enarbola mis mejillas,
los tumores que corroen mis huesos
de las hazañas no escritas guardadas muy adentro.
Volveré a enfermar de un afecto imposible, impasible, baldío.
Ay, Amor.
Sólo deseo que tú sigas abrazado a mi costado, sempiterno amante,
aunque no comprendas mis delirios, amando cada uno de mis defectos.
Amando hasta cada una de esas palabras que roban el elixir de mis arterias y tu precioso tiempo.
Qué bello es como me amas. Qué sarcasmo:
no me cabe tu amor en mis palabras.
No puedo evitarlo: me declaro en estado de escritura permanente.
Aunque me cueste la vida.
Qué mejor muerte que en mi lecho de poesías sombrías,
de poemas insanos e insensatos.
Cómo si fuera una valiente,
ante las hojas de papel en blanco que a mi alrededor se hacinan.
Como Don Quijote ante los molinos que le retan.
Busco mi Dulcinea en una frase perfecta que quizá no exista.
Sino advenedizo el mío, luchando sin espada, y sin escudo,
desnuda frente a mí misma en un espejo
que sólo refleja mi desventurada cruzada.
Ay, mi Amor,
no temas, que acaso no muera.
De versos no muere nadie.
Además mis letras tendrían que buscar
otras manos que puedan sangrarlas sin miedo,
y ya somos viejas conocidas.
No puedo dejarlas huérfanas,
no puedo dejar su vida en otras manos que no sean las mías.
Quizá no quiera morir, ni dejar de escribir.
Quizá sólo quiera dejar de sentirme intranquila,
avasallada por mil millones de palabras
que no me caben en la cabeza,
que respirar ya no me dejan.
Que el aliento que supone que sean mías,
es el mismo que me lo quita.
Irónica agonía, decisión extraña la que me acompaña día a día.
Quizá yo misma no sea más que la historia de otro escritor
que le arrollan sus palabras y así lo relata.
Corren por sus venas las palabras de mi existencia.
Las escribe, y las sangra.
Entre ternura y asperezas.
Entre amargura y sonriente complacencia.
Igual que yo hago con las mías.
Sangro y escribo.
Me desangro en cada renglón.
En escribir se me va la vida.
Hermosa biografía, la de crear con la imaginación
aquello que nadie más siente, que sólo yo puedo dar,
pues de cada poro de mi piel surge no sudoración, sino palabrería.
Sangro y escribo.
Ahora, mañana, siempre,
hasta que la última letra
se lleve consigo la última gota de mi vida,
mi última emoción, mi último suspiro.
Dejaré que el escritor de mis hazañas
decida cual será mi muerte,
tentada por este destino de fallecimiento entre palabras.
Si es así, creo que, finalmente, me sentiré bendecida.
Tú decides, mi Amor,
si me acompañas en esta extraordinaria gesta.
Tuya siempre,
La autora.
Fotografía y texto de Sara de Miguel