Eterno insatisfecho

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“Eres demasiado rubia”

dijiste cuando los rayos de sol veraniego se reflejaban brillantes en mi cabello.

“Eres demasiado morena”

dijiste cuando los copos de nieve se posaban con ternura en mis oscuras pestañas.

“Eres demasiado alta”

dijiste cuando, tumbados en la luna, posaste tu cabeza en mi cálido pecho.

“Eres demasiado baja”

dijiste cuando quise perdonar tu ausencia regalándote un beso.

“Eres demasiado delgada”

dijiste cuando una mala noche llorabas y te abracé para darte consuelo.

“Eres demasiado gorda”

dijiste cuando quise conocerte entrando por los resquicios de tu ombligo.

“Eres demasiado dulce”

dijiste cuando quise acariciar tus viejas y dolorosas heridas.

“Eres demasiado amarga”

dijiste cuando quise apartar tus miedos de mis sempiternas sonrisas.

Quise ser yo y no te pareció suficiente.

Quise ser quien tú querías que fuera y te pareció demasiado.

Ya no quiero ser nada que alimente tu ego.

Quiero distancia, quiero silencio, quiero olvidarte

porque nada cambiará aunque yo cambie.

Nada nos hará felices aunque yo te ame,

a tu lado sólo puedo esperar un futuro imperfecto

porque desbrozas sin piedad cualquier hermosa flor de esperanza

y hielas el manto acogedor del campo con tu falta de requiebro.

Te deseo al menos que tu búsqueda sea liviana y no un réquiem por un sueño.

Hasta nunca…mi eterno insatisfecho.

Extraído de «Komero».

Fotografía de Tomeu Mir y poema de Sara de Miguel.

4. El metro

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Mireia llegó a Barcelona con sueño. Salió del avión con cuidado de no coincidir con el dulce joven que se le había declarado. No le gustaba generar emociones negativas en los demás, y menos cuando él se había atrevido a ser sincero con ella.

Bajo hasta la parada del Aerobús. Tomó el transporte y se apeó en Plaza España. Paró a desayunar en una cafetería que acababa de abrir. A pesar de que por los nervios no tenía mucha hambre, pidió un zumo y medio bocadillo, y se obligó a terminarlos. Desayunó tranquila, tenía tiempo de sobra para su cita. Había cogido el primer vuelo de la mañana porque era económico, y con tres hijos la economía a veces era complicada.

Llamó a Jan para cerciorarse de que todo marchaba bien en casa. Jan le aseguró que estaban a punto de salir hacia el colegio y que sus tres hijos estaban maravillosamente. Mireia sonreía con sólo escuchar sus voces al teléfono. Finalizó la llamada con un “¡Qué tengáis un buen día!” entusiasta y cariñoso.

Mientras se deleitaba en el último sorbo de su café se fijó en cómo despertaba la ciudad, y con ella sus ciudadanos. A través de la amplia cristalera vió pasar cientos de personas que supuso que, ese día tan diferente e importante para ella, los demás simplemente continuaban con sus rutinas, esas que te proporcionan seguridad en la vida cotidiana.

Después se dirigió al metro. Sacó su tarjeta de diez pases, que había adquirido en el viaje anterior con Jan para economizar los traslados, y paso por la puerta. Tardó casi un cuarto de hora caminando en llegar al andén. Allí se quitó la chaqueta. Le costaba comprender como los demás no se estaban asfixiando con el calor extraordinario que hacía allí abajo. La diferencia de temperatura en pleno noviembre entre la calle y el metro debías ser, como mínimo, de quince grados. Se dejó el pañuelo al cuello para evitar constiparse o coger frío en la garganta.

Entró en el vagón que paró frente a ella. El metro dirección Trinitat Nova iba abarrotado. Buscó un sitio en el que pudiera agarrarse a una de las barras de seguridad, sin ocupar asiento, por si hubieran personas mayores o familias con niños. Encontró un hueco desde el que veía la pantalla de información, ideal para controlar las paradas y saber cuándo tenía que bajar.

Parecía un panal de abejas: decenas de personas apelotonadas en un espacio mínimo, moviéndose lo justo para evitar el incómodo contacto físico entre ellos. Cada uno con una historia, su propia historia, coincidiendo por azar en un mismo momento en un mismo lugar.

Las voces de dos mujeres sentadas a escasos centímetros de ella le sacaron de su ensimismamiento. Debían rondan los sesenta o setenta años. Iban bien vestidas, con sus bolsos de marca sobre el regazo fuertemente sujetados con ambas manos. El volumen de su conversación era excesivo, lo que hacía que inevitablemente todos a su alrededor pudieran escucharlas. Le generó curiosidad el tono despectivo y enfadado de sus palabras. Sin siquiera darse cuenta se encontró prestando atención a su diálogo.

Hablaban con amargura de sus hijos y su relación con ellos. Todo eran protestas, quejas y descontentos. Al principio sintió compasión por ellas. Parecía que tenían unos hijos desconsiderados que se aprovechaban de las pobres abuelas sin tenerlas en cuenta. Sintió profundamente la amargura que expresaban las mujeres hacia sus propios hijos. Le dio pena que una relación tan hermosa como es la maternal pudiera llegar a aquellos extremos de manipulación y abuso.

Entonces la señora que tenía más cerca de las dos que despotricaban abiertamente la miró con fijeza. Mireia las estaba escuchando con curiosidad. Sucedió algo que le sorprendió: la señora alzó la voz y comenzó a hablarle a ella con desprecio. Mientras Mireia se quitaba el pañuelo del cuello, acalorada, la señora le acusó de cotillear su conversación, y de varias cosas más. Se sintió avergonzada e incómoda. No era su intención haber escuchado con descaro. Se apartó los pocos centímetros que pudo de ella y desvió su mirada al panel informativo. Le increpaba gritando de maleducada. Se sentía abochornada. Consideró que tenía razón, aunque le pareció innecesario que le atacará de una manera tan brusca y maliciosa.

Mireia miraba el panel de información, con sus puntitos rojos en las paradas ya pasadas, alternando con un gesto de disculpa hacia las señoras. Pensó en pedirles perdón, pero el volumen elevado de su voz, así como sus expresiones de malestar, le persuadió de ello. No creyó que sirviera de nada.

Entonces las señoras volvieron a su conversación sobre lo desgraciadas que les hacía la relación con sus hijos. Pasaron a quejarse también de su relación con los vecinos, expresaron su malestar por las enfermedades que les atenazaban, los tratamientos que recibían y el mal trato recibido por los especialistas. Después su conversación se centró en el elevado precio de la fruta del mercado, y la descortesía de los tenderos del supermecado cercano a su casa.

Mireia entendió. Entendió que aquellas señoras estaban en un círculo vicioso de quejas y protestas. Repasó mentalmente todo lo que habían dicho sobre sus hijos. Era consciente de que no los conocía, ni conocía sus actos ni la relación real con sus madres. Pero comprendió que el problema eran ellas. No se puede estar bien con nadie si uno no está bien con uno mismo, y ellas no lo estaban. No sabía cuales habían sido sus expectativas sobre la vida, pero estaba claro que no tenían nada que ver con la realidad que estaban viviendo.

Suele pasar con las expectativas, ¡que se lo dijeran a ella!. En ese momento se encontraba en un vagón de metro por una circunstancia de la vida inesperada y no deseada. Pero allí estaba, enfrentándose a ello, afrontando la situación, y lo hacía con una sonrisa en los labios.

Pero aquellas mujeres estaban eligiendo negar su realidad, desear otra diferente, y obcecarse en lo que les gustaría que fuera. De esa manera se privaban a ellas mismas, y a las personas que les rodeaban, sus propios hijos, de tener la posibilidad de ser felices, fueran cuales fueran sus condiciones.

Las señoras estaban eligiendo quejarse, protestar, gritar y atacar a cualquiera que no hiciera lo que ellas consideraban correcto. ¿Y quién decide lo que es correcto? Seguramente “lo correcto” para cada uno de sus hijos debía ser diferente a lo que consideraban ellas. Y no por ello peor, ni mejor. Sólo diferente. Desde luego a gritos y expresando sólo lo negativo era difícil que pudieran entenderse.

Repasó minuciosamente la conversación entre las señoras. No fue capaz de encontrar una sola palabra en positivo. Ni hacia sus hijos, ni hacia nada. A todo y a todos le habían puesto la etiqueta de “malo”. Probablemente se sentían encerradas en un mundo que percibían “malo”, de cosas y personas “malas”, sin ser capaces de valorar nada bueno en la conducta de nadie. Ni siquiera eran capaces de valorar algo inocuo, como el hecho de que ella, y otros tantos pasajeros del metro, les escucharan por el mero hecho de que hablaban voceando.

Supuso que, para ellas, debía ser mucho más fácil buscar culpables ajenos que pensar que uno mismo es responsable, aunque fuera en parte, de las cosas que le pasaban. Pensó cuánto podrían cambiar sus vidas si simplemente prestaran un poco de atención a sus propios comportamientos y vieran que parte de lo que les sucedía eran consecuencias de ellos. Podría escuchar más a las personas que les rodeaban, incluidos sus hijos, que seguramente no deseaban que sus madres se sintieran así de menoscabadas en su relación. Podrían prestar atención a las cosas positivas que hacían los demás hacia ellas, que seguro que más de una habría, y expresar también algo en positivo de todo eso.

Quizá todavía tuvieran la oportunidad de ser un poco más felices. Le hubiera gustado decírselo mientras se levantaban, peculiarmente, en su misma parada: Vall d´Hebrón. Pero simplemente se mantuvo a cierta distancia para evitar más conflictos. A Mireia no le gustaban los problemas. Tenía una premisa máxima: si la solución del problema dependía de ella, ponía todos sus esfuerzos en solucionarlo. Si no dependía de ella, se mantenía al margen para que no le afectara a nivel emocional de manera innecesaria.

En ese momento la señora que había arremetido contra ella se giró para mirar los asientos que acaban de abandonar, revisando no dejarse nada. Al cruzar la mirada con Mireia, lo hizo con un gesto retador, prosiguiendo los reproches contra ella y contra la humanidad en general.

La señora expresó una opinión personal, sobre política, educación, malos tratos, y psicología que, además de ser extremista e irreal, le pareció fuera de lugar. Un vagón de metro repleto de personas que podrían pensar diferente a ella estuvo obligado a escuchar su acalorada y agresiva disertación. Varias fueron las miradas estupefactos e hicieron gestos de desacuerdo. Aunque nadie se tomó la molestia de replicarle. Mireia supuso que, como ella, lo vieron un esfuerzo inútil.

La joven bajó en la parada, y salió a la calle que le llevaría al hospital, manteniéndose a una prudente distancia de las señoras.

Mientras se ponía el pañuelo y la chaqueta de nuevo, ante el frío y la llovizna, no pudo evitar recordar a su madre, que había fallecido ocho años atrás por un cáncer de colón. Le dolió el pecho y las lágrimas afloraron a sus cansados ojos. Ojalá su madre pudiera estar viva y ambas pudieran disfrutar la una de la otra. No habían tenido una relación ideal, porque eran muy diferentes, pero siempre la había querido y valorado mucho. No pudo imaginar cuan difícil debía ser que tu madre te trate con condescendencia y demagogia, como hablaban aquellas señoras de sus propios hijos. Ni siquiera valoraban el hecho de estar vivas, de tener el honor de tener hijos y nietos de los que disfrutar.

También recordó con una amplia sonrisa a sus suegros. Siempre cariñosos y amables. Facilitaban que sus vidas y su relación fuera tan buena. Se sintió agradecida de la maravillosa relación que tenía con ellos.

Manuela y Juana siguieron su camino lleno de odio y amargura, sin ser conscientes del amplio rechazo que habían generado en la mayoría de pasajeros con los que había compartido lo que ella consideraba su gran experiencia y sabiduría en aquel vagón de metro. Ni se planteó que sus ideas pudieran ser equivocadas. Manuela nunca supo quién era aquella joven contra la que había arremetido por su incómoda curiosidad, ni le importó ni volvió a pensar en ella nunca más.

Por el contrario, Mireia nunca olvidó a aquellas señoras. Las recordó siempre que sintió la necesidad de quejarse por quejarse, o de hablar mal de alguien o con alguien, o de tratar con impaciencia a su marido o a sus propios hijos, o de no valorar lo suficiente a su madre en el recuerdo, o a sus suegros en su vida cotidiana, o a cualquiera que se cruzara en su camino.

Mireia supo que no quería ser como ellas. Ellas habían elegido hacer de su día a día un infierno de problemas innecesarios. Prefería perdonarlas por vivir en la ignorancia emocional. Prefería no juzgarlas por no elegir valorar el simple hecho de estar vivas, y de hacer de su vidas, y la de quienes la rodeaban, lo más bonita posible.

Con más ganas que nunca Mireia afrontó el reto de iluminar con sonrisas cada momento, cada situación, por muy complicado que fuera.

Decidió no caer en el ostracismo ni en la negatividad. Decidió que la felicidad estaba en las pequeñas cosas, y que una palabra hermosa o un gesto agradable también eran felicidad. Se esforzaría porque así fuera.

Estar enfermo

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Estar enfermo no es  lo mismo que enfermar. No es algo momentáneo, como un resfriado, que viene y se va. Es un estado continuo que te cambia y te obliga a enfrentarte en cada momento a una situación desconocida, a la incertidumbre de qué te espera al llegar un nuevo día. Te arrebata la energía física como un vendaval, te aleja de tu trabajo, de tus amistades, a veces incluso de tu familia. Te deja sin aliento, te merma las creencias y las ilusiones. Absorbe tus esperanzas y las transforma en miedo. Y en ese doloroso trance debes imponerte unos objetivos, trazar un plan, seguir adelante y disfrutar de cada pequeño hálito de felicidad que te ofrecen los pequeños placeres de la vida: una sonrisa, un abrazo, un beso, un trozo de bizcocho, una llamada inesperada, un paseo, un atardecer, el olor del salitre del mar, la hierba en los pies, el rasgar unas cuerdas de guitarra, unas páginas llenas de palabras enarboladas, y un montón de cosas más, que cuando estás sano no valen apenas nada, y cuando estás enfermo valen todo un mundo.

Cada día muchas personas afrontan el reto de convivir con su enfermedad. De no dejarse atrapar por el vendaval de la desesperación y la desesperanza. De seguir adelante con los pies en la tierra, la mirada alta y los anhelos de salud como bandera. Para todos ellos mi  más sincero respeto y apoyo, y  mi experiencia hecha poema:

Me siento sola.

Encerrada entre cuatro paredes

esperando una solución que no llega.

Atrapada en un cuerpo demasiado imperfecto

para afrontar la vida que me espera tras la puerta.

Me refugio en los libros,

en la música,

en las palabras que escribo.

Pero nada hace desparecer el dolor

ni las noches en vela

ni los monstruos a los que me enfrento.

Me consuelo en la sonrisa infinita de mis hijos,

en el amor incondicional de mi guerrero de las sombras,

en mi familia y mis amigos.

Me hacen sentirme fuerte,

seguir luchando

y no perder la esperanza.

Nunca voy a perder la esperanza.

Nunca.

La vida es…

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La vida es la sucesión de los momentos

que pasan mientras esperas

que sea lo que crees

que debería ser.

No te engañes, no hay vidas perfectas

ni milimétricas en las que todos tus objetivos quepan.

Pues no elegimos el principio ni el final. Ni siquiera el camino.

Pero ten sueños y lucha por ellos.

Y elige bien quién va a tu lado a cada paso,

porque cuando desfallezcas sólo te quedará

el camino recorrido y quien te haya acompañado,

haciendo de tu vida un poema más feliz o más aciago

según el amor que te haya regalado.

La dicha es la esperanza.

La esperanza de alcanzar lo inalcanzable

y la de regalar sonrisas a tus seres amados.

Fotografía  y poema de Sara de Miguel.

 

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