Esta noche

«… Lo imposible es posible esta noche,

cree en mí

como yo creo en ti

esta noche…»

Una canción que me transporta a lo más profundo y hermoso del amor: la confianza.

La esencia de Smashing Pumpkins en su peculiares acordes, voz y letras.

El mensaje es claro… Cree en mí como yo creo en ti.

Amar no es más que dar el poder al otro de correspondernos y crear del mutuo amor la felicidad.

El día de los hijos

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Dicen que hoy es el día de la madre.

Yo digo que se equivocan:

es el Día de los Hijos.

Sin vosotros nada tendría sentido.

Sois el motor de mi existencia,

el aliento en los momentos de flaqueza,

la mayor alegría de mi vida

y más hermoso refugio.

Dicen que ser madre es un trabajo agotador que no se paga.

Yo digo que se equivocan:

ser madre es el regalo más precioso que se pueda imaginar

y vuestras sonrisas tienen un valor que no se puede calcular.

Así que no hoy no me felicitéis.

Os felicito yo a vosotros, mis hijos,

por ser mi más grande motivo de orgullo

y mi don más preciado.

 

Exótica

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Eres como una flor exótica:

diferente, rara, única y especial.

Quizá por eso me gustas,

quizá por eso tu visión me encandila

y me hace inmune a las desgracias

con tal de disfrutar de tu hermosura.

Me devuelves la sonrisa

tan sólo con una sonrisa tuya…

¡Feliz martes!

Fotografía de Tomeu Mir y poema de Sara de Miguel

La familia según Buda

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«Una familia es una relación entre varias mentes diferentes.

Si esas mentes se aman entre ellas,

el hogar será tan bonito como un jardín de flores.

Pero si esas mentes no viven en armonía,

será como una tempestad que arrasa el jardín.»

Frase de Buda. Imagen de Sara de Miguel.

¡Feliz lunes!

Palabras que corren por mis venas

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Ay, Amor. Me has llamado y no te lo he cogido.

No es la primera vez que lo hago,

es porque a veces no puedo hablar:

tengo un poema, o un problema, 

atravesado en la garganta.

No sé cómo explicarte esto.

Te mereces entenderme, cuando ni yo misma me entiendo.

Es porque tengo un secreto. Ahora será también tu secreto.

Shhhh, léelo en voz baja y no se lo cuentes a nadie.

La gente normal podría pensar que estoy loca.

Tranquilo, no lo estoy. Sólo soy escritora.

Sangro y escribo. 

Extraña es la vida del escritor

que destila letras en el mecanismo de su cuerpo.

Sangro y escribo.

Letras que se arremolinan en mi cabeza,

que la llenan como un embalse

y se derraman por mis venas hasta la punta de mis dedos.

Palabras sangradas a borbotones 

por cada una de mis heridas.

A veces son historias de batallas perdidas.

Otras, en cambio, exaltación de alegría.

Pero siempre, siempre,

tienen un poco de tristeza y de melancolía.

La inspiración es un fantasma etéreo

que me persigue, me acosa y me empuja

al abismo de mis terrores más profundos.

Me lleva de la mano, suavemente,

por senderos de paisajes hermosos

que se clavan en mis ojos.

Me tumbo en la luna mirando el césped.

Dejo que me arrastre a todas partes,

y en ninguna permanezco.

Vuelo, viajo. Vivo y sonrío.

Añoro y lloro por lugares que no conozco.

Ay, Amor.

Puedo ver estrellas en el brillo de tus ojos,

o monstruos en la comisura de tu boca.

Puedo sentir la paz más infinita

en los recovecos de tu cuerpo,

o dolerme en cada una de tus ausencias.

Puedo oír el café que preparas por las mañanas,

que me aleja de cualquier pesadilla.

Puedo hundirme en los infiernos

de la miel que ahoga mi boca

como brea envenenada.

Puedo hacerlo todo

según me despachan las palabras,

en tu refugio o en mi averno.

Despierto en plena noche, insomne de emociones

que me arrebatan el sueño.

Sueño que no es más que la metáfora

de la muerte de mi organismo, pero no de mi cerebro,

que sigue, persiste, creando y creando más frases

que me desvelan hasta que las vuelvo a sangrar

en papeles en blanco, en pantallazos austeros

de música literaria en silencio.

Bailo canciones olvidadas, que me mecen en cada compás,

que me hurgan como si fuera su pentagrama de notas perdidas,

como si yo tuviera que encontrarlas.

Me las acercan las manos de Paco de Lucía,

en el Adagio del Concierto de Aranjuez.

Acordes aciagos de guitarra 

que me susurran nanas de la nada, para la nada.

Lágrimas y más lágrimas. Palabras y más palabras.

Me ducho y no escucho el caer del agua,

no siento como se deslizan las gotas por mi piel.

Sólo el rumor de historias inacabadas danzando en mi mente.

Tormenta eterna, quizá tormento.

Rayos y centellas que no cesan.

Podría ser un castigo o un consuelo.

Sentada en el frío suelo mientras se empapa mi alma,

cojo un bolígrafo y las escribo por todo mi cuerpo,

porque siento que si no lo hago reviento.

Cuando me seco, con la tibia toalla cubriendo las marcas,

ya no queda nada.

Todo, tal como vino, se ha ido.

Con cada párrafo que despunta necesito otro que llene el vacío.

Engullo alimento pero no lo digiero,

sólo se transforma en más vocablos que abarrotan mi esencia.

Se juntan y amontonan. 

Me llenan y crezco, y crezco como Alicia

cuando bebió de la botella.

Y sangro más palabras.

Y agonizo como Blancanieves cuando mordió la manzana.

Burlas de cuentos de hadas que hacen de mi vida

una continua historia ya contada.

Por la tarde, perdida en la soledad de mi estudio,

acompañada por el desconsolado teclado y la cansada pluma,

me gustaría fumarme un cigarro y beberme un whisky.

Dejar que el humo invada mis pulmones y exhalar aire enrarecido.

Paladear malta fermentada que me arda en la garganta,

que inmole a fogonazos mis papilas y los sabores que percibo.

Sentirme humana, sentir que siento algo,

lo que sea, algo más que palabras.

Creo que muero. Tanto sangrado no puede ser bueno.

Pero me niego a hacerme un torniquete

que impida que sea lo que soy: un libro en movimiento.

Un libro etéreo, eterno, que no cesa.

Mil historias atormentando mi entrañas,

como si fueran alimañas

que respiran mi oxígeno y arrasan mi calma.

Me imagino que me encontrarías

moribunda en el suelo, inerte,

con los ojos fijos en el techo,

donde ninguna palabra azote mi pecho.

Tus alaridos, mi Amor,

resonarían en una partitura nunca escrita,

gritos en brete, entre el pánico y la desesperanza.

Las sirenas de la ambulancia alertarían a los vecinos

que, extrañados, preguntarían qué sucede

a la vecina callada, ausente, diferente, de la casa de al lado.

Ya en el hospital algún médico valiente detectaría los síntomas,

y sin vacilación me diagnosticaría hemorragia verbal.

Tratamiento: que le transfundan más letras.

Conectada a las máquinas se volvería a oír

el eco de mi corazón latiendo poemas.

Y mi ente falleciente resucitaría

para seguir creando relatos llenos de imaginarías vidas.

Vidas que no son la mía, vidas que atracan

en el puerto de mi consciencia sin que yo pueda hacer nada.

Y las acojo en mi seno, y les doy calor y las cuido.

Las acuno y las duermo. Crecen entre mis manos,

y cuando ya no me caben en ningún rincón,

apesumbrada, las derramo con tinta con un triste adiós en la mirada.

Después cualquiera me dirá que me ve más delgada,

quizá no comprenda que pierdo kilos a cada palabra.

Que mis ojeras son el reflejo de mi pesar,

y mi sonrisa el retrato de horas perdidas

frente a frente con la inspiración y la ambición

de quien, siendo escritora, ser más humana ansía.

Que mis desvelos no tienen cabida

en un karma que sólo escribir me equilibra.

No será hoy.

Al acabar esta misiva, este misil a tu sentido de la cordura,

simplemente voy a volver a mi lúgubre aposento

lleno de sombras de novelas leídas,

de poemarios que retratan mi misma adicción.

Aluvión de autores, 

tromba inacabable de relatos que evidencian mi misma perdición.

Y me consuela pensar que hay otros,

que siempre los ha habido, que siempre los habrá.

Otros que se deslizan por los días acongojados y superados

por la necesidad de sangrar palabras por los dedos de las manos.

Pudiera ser que algún día coincidiera con otro,

con uno como yo, con otro escritor.

Pudiera ser que me sintiera comprendida.

Pudiera ser que no me sintiera tan sola

en mi mundo de amalgamas de sentimientos

que necesitan ser vocablo, que lo ambicionan a toda costa

a cargo de mis horas, a cargo de mis días.

Al llegar al ocaso, todavía con este secreto no compartido,

carcomida por la incertidumbre de la complicidad que nos une,

comprendo que no conoceré a ninguno.

Pues, al igual que yo misma, los otros escritores

andarán escondidos en sus madrigueras de lances salvajes,

lejos del mundanal ruido de la vida cotidiana

de quienes no sienten como corren por sus venas

cada letra, cada aventura, cada verdad, cada mentira, cada historia

que necesita un cuerpo que la cobije y le dé la vida,

cual hijo parido, cual recién nacido que precisa amor y cariño.

¿Somos asilo de otras vidas o personas truncadas, pendiendo de un hilo?

Llegada la noche, me hundiré en mi cama,

absorta de nuevo en más versos y baladas.

Sentiré, una vez más, la fiebre que enarbola mis mejillas,

los tumores que corroen mis huesos 

de las hazañas no escritas guardadas muy adentro.

Volveré a enfermar de un afecto imposible, impasible, baldío.

Ay, Amor.

Sólo deseo que tú sigas abrazado a mi costado, sempiterno amante,

aunque no comprendas mis delirios, amando cada uno de mis defectos.

Amando hasta cada una de esas palabras que roban el elixir de mis arterias y tu precioso tiempo.

Qué bello es como me amas. Qué sarcasmo: 

no me cabe tu amor en mis palabras.

No puedo evitarlo: me declaro en estado de escritura permanente.

Aunque me cueste la vida.

Qué mejor muerte que en mi lecho de poesías sombrías,

de poemas insanos e insensatos.

Cómo si fuera una valiente,

ante las hojas de papel en blanco que a mi alrededor se hacinan.

Como Don Quijote ante los molinos que le retan.

Busco mi Dulcinea en una frase perfecta que quizá no exista.

Sino advenedizo el mío, luchando sin espada, y sin escudo,

desnuda frente a mí misma en un espejo

que sólo refleja mi desventurada cruzada.

Ay, mi Amor,

no temas, que acaso no muera.

De versos no muere nadie.

Además mis letras tendrían que buscar

otras manos que puedan sangrarlas sin miedo,

y ya somos viejas conocidas.

No puedo dejarlas huérfanas,

no puedo dejar su vida en otras manos que no sean las mías.

Quizá no quiera morir, ni dejar de escribir.

Quizá sólo quiera dejar de sentirme intranquila,

avasallada por mil millones de palabras 

que no me caben en la cabeza,

que respirar ya no me dejan.

Que el aliento que supone que sean mías,

es el mismo que me lo quita.

Irónica agonía, decisión extraña la que me acompaña día a día.

Quizá yo misma no sea más que la historia de otro escritor

que le arrollan sus palabras y así lo relata.

Corren por sus venas las palabras de mi existencia.

Las escribe, y las sangra.

Entre ternura y asperezas.

Entre amargura y sonriente complacencia.

Igual que yo hago con las mías.

Sangro y escribo.

Me desangro en cada renglón.

En escribir se me va la vida.

Hermosa biografía, la de crear con la imaginación

aquello que nadie más siente, que sólo yo puedo dar,

pues de cada poro de mi piel surge no sudoración, sino palabrería.

Sangro y escribo.

Ahora, mañana, siempre,

hasta que la última letra

se lleve consigo la última gota de mi vida,

mi última emoción, mi último suspiro.

Dejaré que el escritor de mis hazañas

decida cual será mi muerte, 

tentada por este destino de fallecimiento entre palabras.

Si es así, creo que, finalmente, me sentiré bendecida.

Tú decides, mi Amor,

si me acompañas en esta extraordinaria gesta.

Tuya siempre,

La autora.

Fotografía y texto de Sara de Miguel

2. El vuelo de ida

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Por fin había llegado el día. Apenas había podido pegar ojo en toda la noche repasando mentalmente todos y cada uno de los pasos que debía seguir. Ni siquiera llegó a sonar el despertador, puesto a las cinco de la madrugada. Diez minutos antes ya estaba en pie.

Se había levantado con prudencia. Su marido y sus tres hijos dormían plácidamente y no deseaba importunarlos. Se había vestido en un silencio absoluto. Había seleccionado ropa cómoda: un pantalón elástico y un jersey largo de punto.

Preparó la ropa de cada uno de sus hijos. Los gemelos tenían educación física y les dejó una camiseta para cambiarse en las mochilas del colegio. Alicia tenía que pagar una excursión y firmó el consentimiento, adjuntó el dinero y lo metió en su mochila. Dejó una nota en la cocina con las meriendas que debía preparar su marido Jan y las fiambreras correspondientes marcados con sus nombres en rotulador indeleble.

Con cuidado de evitar hacer cualquier ruido repasó el contenido de su bolso: cartera, carpeta con la documentación, el ebook, un bálsamo hidratante para los labios que se le agrietaban con el frío, caramelos de menta que le aliviaban la sequedad bucal cuando se ponía nerviosa, las llaves de casa y del coche, el teléfono móvil y un neceser con cepillo de dientes, pasta de dientes, desodorante y una muestra de perfume. Fue hasta la estantería del salón y cogió los billetes de ida y vuelta para el mismo día y los metió con cuidado en el bolsillo externo del bolso.

Se puso un pañuelo grande y negro al cuello y su chupa favorita. Fue a los dormitorios de sus hijos y con cariño les acarició sus infantiles rostros. Se despidió de ellos con un ósculo en la frente, no sin antes dejarse embelesar durante unos segundos por la imagen que desprendían, rebosante de extraordinaria ternura.

Entró en su dormitorio y despertó a Jan con un dulce beso en la punta de la nariz. Él la miró y atrajo su cara con ambas manos hacia él y la beso con fuerza. Le susurró al oído “Llámame en cuanto llegues. Te quiero”. Mireia asintió y le dijo “Yo te quiero más y lo sabes”. Ambos sonrieron. Ella se fue dedicándole un guiño de complicidad.

Salió de casa y cerró la puerta con la llave desde fuera para no despertar a los pequeños. Se subió en el coche y condujo los treinta kilómetros que separaban el pueblo en el que vivían del aeropuerto. Una vez allí, lo dejó aparcado en el parking y caminó hasta la terminal de salidas.

Entró por las puertas automáticas y buscó su destino en la pantalla: Barcelona. Embarque a las seis y media en la puerta D94.

Se dirigió hacia el control de seguridad. Extrajo de su bolso el neceser y el teléfono móvil, se quitó los botines deportivos y depositó todo en una de las cajas de plástico apiladas junto a la cinta. Esperaba que nadie se fijara en sus calcetines, ya que siempre llevaba uno de cada color. Era una manía curiosa que tenía desde pequeña. A sus hijos les hacía mucha gracia, aunque Jan lo encontraba absurdo y a menudo se reían de ello.

Escuchó el alboroto de unos jóvenes que hacían cola detrás suya. Hasta ese momento había estado como en trance, sin procesar los sonidos de su alrededor. Se giró y vio un grupo de chicos riendo y haciéndose bromas. Por el acento y el vocabulario dedujo que al menos los dos que hablaban más alto eran de orígen argentino. Le divirtió ver cómo se azuzaban.

Llegó su turno para pasar por el arco de seguridad. Lo traspasó y se mantuvo silencioso. Recogió sus pertenencias y se puso los botines de nuevo. Mientras lo hacía observó a su alrededor y pensó qué vorágine son los aeropuertos. Un caos atestado de personas desconocidas con el único objetivo de volar a otro lugar, con sus propias historias, protagonistas de un efímero capítulo que les unía en un mismo sitio en un mismo momento.

Comenzó a caminar hacia la puerta de embarque. Sintió un calor excesivo por el aire acondicionado y se quitó el pañuelo del cuello que, por descuido, cayó al suelo. Se agachó a cogerlo y al levantar la mirada se cruzó con la de uno de los jóvenes que caminaban detrás. Sin reparar apenas en él, continuó su trayecto marcado por los paneles señaladores que colgaban de las paredes junto a variopintos anuncios que ofrecían las diversas fuentes de diversión y atracciones turísticas de la ciudad.

Pasado el control de pasaje subió con parsimonia en el avión. Buscó su asiento, situado en las filas traseras, junto a la ventanilla. Siempre que podía elegía ventanilla, dado que le encantaba deleitarse con el espectáculo que la bóveda celeste le ofrecía a varios cientos de metros sobre el suelo. Se sentó y a continuación se quitó la chupa y la colocó, junto a su aparatoso bolso y el pañuelo, en el asiento contiguo, que permanecía vacío. Se sentó y se ajustó el cinturón alrededor de su menuda cintura. Posó cuidadosamente el bolso entre sus piernas y la chupa y el pañuelo sobre su regazo. Por experiencia sabía que, a menudo, tras el despegue, bajaba la temperatura dentro del avión y quizá los necesitara.

Mientras se encendían y apagaban luces dentro del aparato y una voz grabada proporcionaba instrucciones de seguridad durante el vuelo, añoró a Jan a su lado. Las dos ocasiones anteriores que había tenido que desplazarse a Barcelona le había acompañado y todo había sido más ligero. Ahora, sola, se sentía somnolienta y angustiada. Recordó quince días atrás cómo le cogía la mano con fuerza durante el despegue, y se deleitó en aquella insignificante pero hermosa reminiscencia.

Fue consciente de que apenas había percibido su alrededor durante las dos horas que habían transcurrido desde que se levantara. Había actuado como una autómata, preparada y eficaz, pero insensible a los estímulos externos. Mientras los pensamientos se agolpaban en su cabeza y la inquietud la oprimía contra su voluntad, miró alrededor y se dio cuenta de que el avión iba prácticamente vacío. Supuso que debido a que a nadie le gusta madrugar, aunque a ella le era indiferente, desde que tuvo los niños se había acostumbrado a dormir temprano y despertarse temprano, cuando no tenía de levantarse en mitad de la noche para atender cualquiera de sus múltiples necesidades. Lo cierto es que lo hacía encantada. Para Mireia no había nada comparable en el mundo a ser madre. Recordando los vuelos con sus hijos decidió distraerse con las imágenes de las nubes algodonadas bailando una extraña danza matutina al otro lado de la ventanilla.

Jugaba mentalmente a imaginarse formas, tal como lo hacía con sus pequeños cuando viajaban. Siempre le sorprendían con su interminable ingenio y fantasía. Pudo intuir un elefante con la trompa en alto, y un dragón volador, como Fujur en La Historia Interminable.

A pesar de estar gratamente abstraída en tan ameno juego, se percató de que alguien se había sentado justo detrás de ella y la observaba. Se giró sorprendida al encontrar al joven con quien había cruzado la mirada cuando se le cayó el pañuelo en el aeropuerto, apenas a unos centímetros de su rostro. No le dio importancia, lo atribuyó a una de tantas coincidencias que se dan en la vida, y devolvió toda su atención al horizonte nublado, matizado con mil colores provocados por el reflejo de los primeros rayos de sol, dejándose seducir por tamaña exhibición de belleza.

Inesperadamente el joven le dijo “Es lo más relindo que he visto nunca”. Sorprendida se giró hacia él y le miró. Era un muchacho de aspecto agradable. Debía tener como diez años menos que ella, veintitantos, moreno, de ojos claros y tímida sonrisa. Le pareció inofensivo y, suponiendo que se refería al espectáculo que ofrecía el edén de algodones que les rodeaba, le contestó “Es cierto, es muy bonito”.

Pensó que el joven debía estar aburrido de tanta cháchara con sus compañeros y buscaba un poco de tranquilidad. Volvió a girarse para contemplar el cielo infinito que les separaba de un destino común. Aprovechó para reflexionar sobre las pequeñas y hermosas cosas de la vida que apenas valoramos en la barahúnda cotidiana, como aquel hermoso firmamento. Ya nadie mira el cielo con intención de tan sólo disfrutar de su belleza.

Entonces el atrevido muchacho susurró “Me refería a vos”. Mireia le miró sorprendida por la osadía y complacida por el cumplido. Le sonrió abiertamente, divertida. No pudo evitar sonrojarse y agachó la cabeza en un gesto avergonzado. Ciertamente era argentino, y tras sus palabras pensó que tenían merecida fama por su labia conquistadora. Levantó la vista y se encontró con la de él. Detectó un atisbo de ingenua sinceridad que le conmovió. Sintió una punzada de culpabilidad por no poder corresponder tan preciosas palabras. Su corazón le brindó una respuesta franca y con ternura le contestó “Seguro que allá donde vayas habrá una chica que merezca un piropo tan bonito”.

Dando la espalda a Sebas, dio por zanjada aquella extraña conversación entre dos completos desconocidos.

Sintió durante el resto del vuelo la intensa presencia de él sentado detrás suya.

Mireia se mantuvo en su asiento, sin atisbo de malestar por lo sucedido. Quedó pensativa, deseando con sinceridad que allá donde fuera aquel intrépido muchacho encontrara al amor de su vida, le dijera aquellas hermosas palabras, y fueran correspondidas.

El resto del vuelo sus pensamientos fueron todos para su marido y sus hijos. Los amores de su vida.

Comprendió que el amor a primera vista no es amor. El amor es haberlo vivido todo, haberlo compartido todo: lo bueno y lo malo, la rutina y lo extraño, lo fácil y lo difícil. Amar es haber crecido juntos, estar creciendo juntos de la mano cada día. Comprendió que amar es aprender a amar uno del otro y, a pesar del esfuerzo, seguir amando.

Fotografía y texto de Sara de Miguel

¡Feliz lunes!

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