
“¡Hoy es el gran día! ¡Vamos a llevar la carta para los Reyes Magos a su Ayudante para que se cumplan todos mis deseos!” Con estos bonitos pensamientos abrió los ojos el pequeño Óscar.
A Óscar le había despertado su madre a las ocho con un ataque de cosquillas. Le encantaban los ataques de cosquillas. Era la mejor manera de empezar el día. Eso y los cereales con forma de personajes de dibujos para desayunar. ¡Y le esperaba una buena ración con su tazón de leche después de vestirse!
Se puso las prendas de ropa muy rápido y se sentó a desayunar mientras jugaba con sus dinosaurios de plástico encima de la mesa. Cuando acabó le pidió ayuda a su mami para hacer la cama. A sus seis años ya sabía hacerla solo, pero siempre que podía prefería tenerla cerquita, aunque tuviera que hacer las cosas como si fuera más torpe o lento de lo que era en realidad.
Se lavó los dientes y metió la fiambrera con la merienda y la botella de agua en su mochila. Partieron a las ocho y cuarenta y cinco hacía el colegio, a dos calles del piso en el que vivían. Hacía frío y se puso los guantes de forro polar que le había regalado su tita Pilar en su cumpleaños. Iban a juego con un gorro, pero tenía un pompón y encima le chafaba el pelo, así que no se lo ponía aunque se le helasen las orejas.
En la puerta de la escuela su mami, con un guiño, le pidio un beso, y Óscar le contestó que tan temprano no tenía hechos. Era una broma que tenían desde hacía unos meses, cuando empezó a darle vergüenza que sus compañeros le vinieran dar besos o abrazar a su mami. Luego, por la noche, antes de dormir, le diría que la fábrica de besos ya funcionaba y le daría un montón: besitos normales, besitos de gnomo con la nariz, besitos de mariposa con las pestañas y, lo más divertido, abrazotes de oso.
Se dieron la mano con un fuerte apretón como los mayores, y entró en el patio. Allí hizo fila, jugando y hablando con Amalia y Lorenzo, sus mejores amigos, hasta que llegó su profesor y entraron a trompicones en el largo pasillo que les llevaba a su clase.
A primera hora hicieron clase de lengua castellana. Había una lectura. Era la historia de una familia que adoptaba un perrito y durante las vacaciones no se lo podían llevar. Tenía que ver con la “responsibidad” o como se diga eso de ser responsables. Al terminar tenían que responder unas preguntas de comprensión oral. Óscar contestó todas las preguntas menos una. Le pasaba a menudo que si la lectura era un poco larga, o tenía palabras difíciles, se distraía jugando con los bolis o miraba a los demás y se perdía los detalles.
La segunda hora correspondió a educación física: su asignatura favorita. La profesora les hizo calentar, y luego había organizado un recorrido de obstáculos. Cuando todos lo hubieron superaron, hicieron equipos de cinco y jugaron a baloncesto en las pistas del patio. Lorenzo se peleó con Domingo, ¡pero es que Domingo siempre pegaba a los demás si no ganaba!
Por fin llegó el patio. Le encantaba salir al patio y comerse su bocata de jamón york con queso. Sobretodo le encantaba poder jugar con sus amigos a escondite o a pilla-pilla. El tiempo de patio siempre le pasaba volando y cuando sonaba la música para volver a clase le abrumaba tener que volver a hacer fila y seguir un montón de normas que eran un rollazo. Pero las seguía, porque así sacaba buenas notas y mami estaba contenta.
Continuaron con la clase de ciencias naturales, con las plantas y sus partes con nombres raros. ¡Pero quién ponía esos nombres a las partes de las plantas! Con lo fácil que es decir árbol o flor, y lo complicado que lo hacían partiéndolas en cositas más pequeñas que ni siquiera se ven.
La última clase ese día fue matemáticas. ¡Eso sí que era difícil! Un montón de números y cosas que hacer con ellos que sólo entendía cuando mami se lo explicaba con cromos o juguetes. Pensó que mami debería escribir libros de matemáticas en vez de limpiar en un hospital. Serían más divertidos y más fáciles de entender. Un día se lo diría a su profe, que cambiaran el libro de mates por uno hecho por su mami. Se sintió orgulloso de tener una mami tan guay.
Por fin sonó el timbre que indicaba que acababan las clases. Recogió sus cosas y salió corriendo a la puerta. ¡Rubén le estaba esperando! ¡Yuju! Se sintió feliz de que él estuviera allí: sonriente y con los brazos abiertos para recogerle en un abrazo gigante. Por alguna extraña razón no le daba vergüenza que le vieran abrazarle o besarle con intensidad cuando él le llevaba o recogía del colegio. Todo lo contrario: le encantaba.
Rubén era el novio de su mami. No recordaba cuánto tiempo hacía que eran novios, la navidad anterior aún no eran novios todavía, aunque ya le conocía porque eran amigos desde hacía mucho y había estado en casa otras veces con más amigos y amigas de mami.
Mami y papi se habían separado cuando Óscar era pequeño. Tampoco recordaba cuándo. Apenas recordaba haber vivido con los dos, aunque tenían fotos juntos siendo pequeño. Solo recordaba que discutían mucho y que mami lloraba a veces. Cuando papi se fue a vivir con su novia Raquel se sientió triste porque no entendía qué pasaba, pero también se sintió aliviado porque dejaron de discutir. Desde entonces pasaba algunos fines de semana con papi y su novia Raquel en su casa. Estaba bien con ellos, pero no tanto como con mami. Y muchos menos desde que estaba Rubén. Era el mejor novio del mundo de mami.Y era el mejor papi del mundo para él, a pesar de no ser su papi.
Rubén era grande y blandito. Trabajaba en un zoo y podía ir a ver los animales tantas veces como quisiera. Tantas que ya hasta se sabía todos sus nombres. No vivía con ellos porque mami decía que todavía era muy pronto y que había que ver qué tal iban las cosas. Óscar no entendía muy bien todas esas cosas de mayores de separarse, o de ir a vivir juntos, o de tener novios. Para él todo se reducía a lo que le hacía sentir bien y lo que no. Y su mami y Rubén era lo que mejor le hacía sentir del mundo. Mami le cuidaba y mimaba. Su papi también, pero era diferente. Se enfadaba muy rápido y, a veces, hasta le gritaba y todo. Rubén era un super héroe: cuidaba animales peligrosos y además siempre tenía tiempo para mami y para él. Tenía ideas divertidas, hacía chistes graciosos y sabía imitar a los dibujos animados. Algunas veces se enfadaba con él, pero siempre le sentaba en sus grandes piernas y le explicaba con paciencia y cariño porque había enfadado y qué podía hacer Óscar para que no se volviera a enfadar. Y después le hacía un ataque de cosquillas de esos que le gustaban tanto.
Ese día mami tenía turno de tarde en el hospital y Rubén había preparado la comida: patatas con carne al horno. ¡Patatas! ¡Ummmm! Su comida favorita. Comieron mientras hablaban del cole. Después recogieron la mesa y, entre los dos, fregaron los platos. Rubén le había comprado un taburete para llegar a la pica de la cocina y así también ayudaba a limpiar.
Al acabar Óscar hizo los deberes, sin pedir ayuda, para impresionar a Rubén, que cuando terminaba le hacía un aplauso ruidoso y largo por hacerlos él solito.
Merendaron una manzana y unas galletas. Mami siempre le decía que la fruta es muy importante para crecer fuerte y, aunque ni a él ni a Rubén les gustaba, se la comían juntos haciendo carantoñas. Le decía “¿Ves? A mí tampoco me gustan algunas cosas de comer, pero como son buenas para estar bien, hay que comérselas.” Y Óscar se la comía encantado, sientiéndose mayor y fuerte como Rubén, que se lo comía todo sin quejarse.
Cuando terminaron Rubén le cogió por sorpresa por detrás, abrazándole y poniéndole boca a abajo mientras hacía que era un león y se lo iba a merendar también, con gruñidos y mordisquitos en la barriga. Se rieron juntos y le dijo que corriera a buscar su carta a los Reyes Magos. Había llegado el gran momento. Irían a recoger a mami al hospital y después irían los tres juntos a la entrada de la zona de pediatría, donde los Ayudantes de los Reyes Magos recogerían su preciada carta.
Salieron de casa, cada uno con su abrigo bajo el brazo y la carta bien guardada en el bolsillo del pantalón de Óscar. Rubén no tenía frío, así que decidió que él tampooc aunque temblaba un poco por el aire gélido que les azotaba.
Caminaban tranquilos atravesando el parque que había junto a la finca de pisos en la que vivían, muy cercana al hospital. Rubén le decía que tenía una sorpresa para mami y que él le tenía que ayudar: después de llevar la carta irían al pequeño parque de atracciones que habían abierto en navidades para subirse al tiovivo de los caballitos. ¡Yuju! ¡Los caballitos le encantaban! ¡Y a mami también! Siempre decía que de pequeña, en su pueblo, las navidades eran muy especiales porque ponían un tivivo de caballitos con luces y se subía con sus hermanos, y montaban una y otra vez hasta que se mareaban y les daba la risa porque caminaban torcidos o se caían al suelo. ¡Qué sopresa más genial! Tendría que acordarse de, con la emoción, no decírselo a mami para no meter la pata. Pero Rubén le dijo que confiaba en él chocándole los cinco, así que seguro que sabría guardar el secreto.
Mientras daba palmadas ilusionado se le cayó el abrigo al suelo, y de uno de los bolsillos salió rodando una canica grande y colorida. No recordaba que su amigo Lorenzo se la había regalado por la mañana y la tenía metida en el bolsillo. ¡No podía perderla! Así que se soltó de la mano de Rubén y salió corriendo en dirección de la brillante bola.
Fue a parar a los pies de una chica que estaba sentada, sola, en un banco apartado del parque. Cuando fue a coger la canica la chica, que ni se había percatado de su presencia, bajando la vista le vio y dio un respingo. Puso una cara de susto como si hubiera visto un monstruo, abriendo mucho los ojos y la boca. Se levantó y se alejó corriendo sin darse cuenta de que había golpeado la canica con la punta de sus botas en la misma dirección que ella huía atemorizada.
Óscar se quedó quieto, asustado, sin entender su reacción y, sin saber qué hacer, se giró buscando a Rubén con la mirada, que había salido tras él en cuanto le soltó la mano. “¡Sólo quería mi canica!” Dijo Óscar preocupado por la cara de enfado de Rubén. Éste, acalorado, le dijo que no se moviera, que no estaba enfadado con él, y fue hasta donde había quedado parada la canica y la recogió. La canica estaba apenas a unos centímetros de la joven, que había quedado atrapada entre él y la pared de un edificio. Le increpó “¿Pero qué haces? ¡Has asustado al niño!”.
La joven empezó a temblar y gimotear algo así como “No me toques, que no me toque. Yo… Lo siento… No os podéis acercar…”. Rubén la observó atónito ante su conducta extraña y simplemente volvió con Óscar y le devolvió la canica para que la guardara. Le pidió que se pusiera la chaqueta. Una vez lo hizo, ambos miraron de nuevo a la joven, que seguía pegada a la pared aterrorrizada. Continuaron con paso apresurado hacia la puerta del hospital, a dos calles del parque.
Ninguno dijo nada hasta parar frente a la puerta. Rubén rompió el silencio con un beso en la sonrosada mejilla de Óscar. Lo cogió en brazos y le dijo “Siento lo que ha pasado. Esa chica debe estar mal de la cabeza, ha sido maleducada contigo y lo siento si te ha asustado o te ha hecho sentir mal. De todas maneras, no quiero que te vuelvas a soltar de mi mano sin avisar. Podría haberte pasado algo si esa chica te hubiera hecho algo o si la canica se hubiera ido hacia la carretera. Tienes que tener cuidado porque no quiero que te pase nada malo nunca. ¿Vale?”
Óscar asintió con la cabeza y se dieron un abrazo gigante que le reconfortó.
Su mami salió puntual del hospital y llegaron, sonrientes, al edificio de pediatría. ¡Allí estaba el Ayudante de los Reyes Magos! ¡Qué ilusión! Óscar esperó en la cola y cuando llegó su turno le entregó la carta con ambas manos y mucha solemnidad. Rubén y su mami se miraron emocionados y cogidos de la mano mientras lo hacía.
Después se fundieron los tres en un abrazo gigante, acogedor y maravilloso. Al salir, Óscar le dijo gritando entusiasmado que tenían una sorpresa para ella y que no se la podía decir porque era una sorpresa. Mami puso cara de muy contenta y los tres fueron hasta el parque de atracciones de navidad y subieron una y otra vez al tiovivo de los caballitos. Cuando ya estaban mareados, fueron caminando torcidos hasta el puesto de algodón de azúcar y se comieron uno de color azul (el favorito de Óscar) entre los tres.
Ya anocheciendo volvieron caminando hasta casa los tres cogidos de la mano. Óscar se giró a mirar los caballitos, llenos de luces de colores vivaces y alegres, y pensó que era la tarde más guay de su vida. Ya había olvidado el desagradable episodio de la chica que había huido de él despavorida. No volvería a recordarla nunca.
Al llegar la hora de dormir, después de su sesión de besitos y abrazos, cerró los ojos y sólo pensó en que los Reyes Magos ya tenían su carta. Deseó que le concedieran su regalo. Sólo había pedido uno. Este año no quería juguetes ni caramelos. Sólo quería un regalo: que Rubén se quedara siempre con ellos.
Sabía que era pequeño para entender el mundo de los mayores. Pero también sabía que la felicidad que Rubén traía a sus vidas era el mejor regalo del mundo. Nunca se había sentido tan seguro, tan tranquilo, tan lleno de energía y de ilusión como en ese momento. Sabía que su papi y su mami le querían, pero es lo que tienen que hacer los papis y las mamis. Rubén le quería sin ser su papi, y ese amor era indescriptible. Sabía que no era su papi. Pero también sabía que sí era su papi. Deseo, apretando mucho los ojos y las manos, que por siempre jamás lo fuera.