4. El metro

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Mireia llegó a Barcelona con sueño. Salió del avión con cuidado de no coincidir con el dulce joven que se le había declarado. No le gustaba generar emociones negativas en los demás, y menos cuando él se había atrevido a ser sincero con ella.

Bajo hasta la parada del Aerobús. Tomó el transporte y se apeó en Plaza España. Paró a desayunar en una cafetería que acababa de abrir. A pesar de que por los nervios no tenía mucha hambre, pidió un zumo y medio bocadillo, y se obligó a terminarlos. Desayunó tranquila, tenía tiempo de sobra para su cita. Había cogido el primer vuelo de la mañana porque era económico, y con tres hijos la economía a veces era complicada.

Llamó a Jan para cerciorarse de que todo marchaba bien en casa. Jan le aseguró que estaban a punto de salir hacia el colegio y que sus tres hijos estaban maravillosamente. Mireia sonreía con sólo escuchar sus voces al teléfono. Finalizó la llamada con un “¡Qué tengáis un buen día!” entusiasta y cariñoso.

Mientras se deleitaba en el último sorbo de su café se fijó en cómo despertaba la ciudad, y con ella sus ciudadanos. A través de la amplia cristalera vió pasar cientos de personas que supuso que, ese día tan diferente e importante para ella, los demás simplemente continuaban con sus rutinas, esas que te proporcionan seguridad en la vida cotidiana.

Después se dirigió al metro. Sacó su tarjeta de diez pases, que había adquirido en el viaje anterior con Jan para economizar los traslados, y paso por la puerta. Tardó casi un cuarto de hora caminando en llegar al andén. Allí se quitó la chaqueta. Le costaba comprender como los demás no se estaban asfixiando con el calor extraordinario que hacía allí abajo. La diferencia de temperatura en pleno noviembre entre la calle y el metro debías ser, como mínimo, de quince grados. Se dejó el pañuelo al cuello para evitar constiparse o coger frío en la garganta.

Entró en el vagón que paró frente a ella. El metro dirección Trinitat Nova iba abarrotado. Buscó un sitio en el que pudiera agarrarse a una de las barras de seguridad, sin ocupar asiento, por si hubieran personas mayores o familias con niños. Encontró un hueco desde el que veía la pantalla de información, ideal para controlar las paradas y saber cuándo tenía que bajar.

Parecía un panal de abejas: decenas de personas apelotonadas en un espacio mínimo, moviéndose lo justo para evitar el incómodo contacto físico entre ellos. Cada uno con una historia, su propia historia, coincidiendo por azar en un mismo momento en un mismo lugar.

Las voces de dos mujeres sentadas a escasos centímetros de ella le sacaron de su ensimismamiento. Debían rondan los sesenta o setenta años. Iban bien vestidas, con sus bolsos de marca sobre el regazo fuertemente sujetados con ambas manos. El volumen de su conversación era excesivo, lo que hacía que inevitablemente todos a su alrededor pudieran escucharlas. Le generó curiosidad el tono despectivo y enfadado de sus palabras. Sin siquiera darse cuenta se encontró prestando atención a su diálogo.

Hablaban con amargura de sus hijos y su relación con ellos. Todo eran protestas, quejas y descontentos. Al principio sintió compasión por ellas. Parecía que tenían unos hijos desconsiderados que se aprovechaban de las pobres abuelas sin tenerlas en cuenta. Sintió profundamente la amargura que expresaban las mujeres hacia sus propios hijos. Le dio pena que una relación tan hermosa como es la maternal pudiera llegar a aquellos extremos de manipulación y abuso.

Entonces la señora que tenía más cerca de las dos que despotricaban abiertamente la miró con fijeza. Mireia las estaba escuchando con curiosidad. Sucedió algo que le sorprendió: la señora alzó la voz y comenzó a hablarle a ella con desprecio. Mientras Mireia se quitaba el pañuelo del cuello, acalorada, la señora le acusó de cotillear su conversación, y de varias cosas más. Se sintió avergonzada e incómoda. No era su intención haber escuchado con descaro. Se apartó los pocos centímetros que pudo de ella y desvió su mirada al panel informativo. Le increpaba gritando de maleducada. Se sentía abochornada. Consideró que tenía razón, aunque le pareció innecesario que le atacará de una manera tan brusca y maliciosa.

Mireia miraba el panel de información, con sus puntitos rojos en las paradas ya pasadas, alternando con un gesto de disculpa hacia las señoras. Pensó en pedirles perdón, pero el volumen elevado de su voz, así como sus expresiones de malestar, le persuadió de ello. No creyó que sirviera de nada.

Entonces las señoras volvieron a su conversación sobre lo desgraciadas que les hacía la relación con sus hijos. Pasaron a quejarse también de su relación con los vecinos, expresaron su malestar por las enfermedades que les atenazaban, los tratamientos que recibían y el mal trato recibido por los especialistas. Después su conversación se centró en el elevado precio de la fruta del mercado, y la descortesía de los tenderos del supermecado cercano a su casa.

Mireia entendió. Entendió que aquellas señoras estaban en un círculo vicioso de quejas y protestas. Repasó mentalmente todo lo que habían dicho sobre sus hijos. Era consciente de que no los conocía, ni conocía sus actos ni la relación real con sus madres. Pero comprendió que el problema eran ellas. No se puede estar bien con nadie si uno no está bien con uno mismo, y ellas no lo estaban. No sabía cuales habían sido sus expectativas sobre la vida, pero estaba claro que no tenían nada que ver con la realidad que estaban viviendo.

Suele pasar con las expectativas, ¡que se lo dijeran a ella!. En ese momento se encontraba en un vagón de metro por una circunstancia de la vida inesperada y no deseada. Pero allí estaba, enfrentándose a ello, afrontando la situación, y lo hacía con una sonrisa en los labios.

Pero aquellas mujeres estaban eligiendo negar su realidad, desear otra diferente, y obcecarse en lo que les gustaría que fuera. De esa manera se privaban a ellas mismas, y a las personas que les rodeaban, sus propios hijos, de tener la posibilidad de ser felices, fueran cuales fueran sus condiciones.

Las señoras estaban eligiendo quejarse, protestar, gritar y atacar a cualquiera que no hiciera lo que ellas consideraban correcto. ¿Y quién decide lo que es correcto? Seguramente “lo correcto” para cada uno de sus hijos debía ser diferente a lo que consideraban ellas. Y no por ello peor, ni mejor. Sólo diferente. Desde luego a gritos y expresando sólo lo negativo era difícil que pudieran entenderse.

Repasó minuciosamente la conversación entre las señoras. No fue capaz de encontrar una sola palabra en positivo. Ni hacia sus hijos, ni hacia nada. A todo y a todos le habían puesto la etiqueta de “malo”. Probablemente se sentían encerradas en un mundo que percibían “malo”, de cosas y personas “malas”, sin ser capaces de valorar nada bueno en la conducta de nadie. Ni siquiera eran capaces de valorar algo inocuo, como el hecho de que ella, y otros tantos pasajeros del metro, les escucharan por el mero hecho de que hablaban voceando.

Supuso que, para ellas, debía ser mucho más fácil buscar culpables ajenos que pensar que uno mismo es responsable, aunque fuera en parte, de las cosas que le pasaban. Pensó cuánto podrían cambiar sus vidas si simplemente prestaran un poco de atención a sus propios comportamientos y vieran que parte de lo que les sucedía eran consecuencias de ellos. Podría escuchar más a las personas que les rodeaban, incluidos sus hijos, que seguramente no deseaban que sus madres se sintieran así de menoscabadas en su relación. Podrían prestar atención a las cosas positivas que hacían los demás hacia ellas, que seguro que más de una habría, y expresar también algo en positivo de todo eso.

Quizá todavía tuvieran la oportunidad de ser un poco más felices. Le hubiera gustado decírselo mientras se levantaban, peculiarmente, en su misma parada: Vall d´Hebrón. Pero simplemente se mantuvo a cierta distancia para evitar más conflictos. A Mireia no le gustaban los problemas. Tenía una premisa máxima: si la solución del problema dependía de ella, ponía todos sus esfuerzos en solucionarlo. Si no dependía de ella, se mantenía al margen para que no le afectara a nivel emocional de manera innecesaria.

En ese momento la señora que había arremetido contra ella se giró para mirar los asientos que acaban de abandonar, revisando no dejarse nada. Al cruzar la mirada con Mireia, lo hizo con un gesto retador, prosiguiendo los reproches contra ella y contra la humanidad en general.

La señora expresó una opinión personal, sobre política, educación, malos tratos, y psicología que, además de ser extremista e irreal, le pareció fuera de lugar. Un vagón de metro repleto de personas que podrían pensar diferente a ella estuvo obligado a escuchar su acalorada y agresiva disertación. Varias fueron las miradas estupefactos e hicieron gestos de desacuerdo. Aunque nadie se tomó la molestia de replicarle. Mireia supuso que, como ella, lo vieron un esfuerzo inútil.

La joven bajó en la parada, y salió a la calle que le llevaría al hospital, manteniéndose a una prudente distancia de las señoras.

Mientras se ponía el pañuelo y la chaqueta de nuevo, ante el frío y la llovizna, no pudo evitar recordar a su madre, que había fallecido ocho años atrás por un cáncer de colón. Le dolió el pecho y las lágrimas afloraron a sus cansados ojos. Ojalá su madre pudiera estar viva y ambas pudieran disfrutar la una de la otra. No habían tenido una relación ideal, porque eran muy diferentes, pero siempre la había querido y valorado mucho. No pudo imaginar cuan difícil debía ser que tu madre te trate con condescendencia y demagogia, como hablaban aquellas señoras de sus propios hijos. Ni siquiera valoraban el hecho de estar vivas, de tener el honor de tener hijos y nietos de los que disfrutar.

También recordó con una amplia sonrisa a sus suegros. Siempre cariñosos y amables. Facilitaban que sus vidas y su relación fuera tan buena. Se sintió agradecida de la maravillosa relación que tenía con ellos.

Manuela y Juana siguieron su camino lleno de odio y amargura, sin ser conscientes del amplio rechazo que habían generado en la mayoría de pasajeros con los que había compartido lo que ella consideraba su gran experiencia y sabiduría en aquel vagón de metro. Ni se planteó que sus ideas pudieran ser equivocadas. Manuela nunca supo quién era aquella joven contra la que había arremetido por su incómoda curiosidad, ni le importó ni volvió a pensar en ella nunca más.

Por el contrario, Mireia nunca olvidó a aquellas señoras. Las recordó siempre que sintió la necesidad de quejarse por quejarse, o de hablar mal de alguien o con alguien, o de tratar con impaciencia a su marido o a sus propios hijos, o de no valorar lo suficiente a su madre en el recuerdo, o a sus suegros en su vida cotidiana, o a cualquiera que se cruzara en su camino.

Mireia supo que no quería ser como ellas. Ellas habían elegido hacer de su día a día un infierno de problemas innecesarios. Prefería perdonarlas por vivir en la ignorancia emocional. Prefería no juzgarlas por no elegir valorar el simple hecho de estar vivas, y de hacer de su vidas, y la de quienes la rodeaban, lo más bonita posible.

Con más ganas que nunca Mireia afrontó el reto de iluminar con sonrisas cada momento, cada situación, por muy complicado que fuera.

Decidió no caer en el ostracismo ni en la negatividad. Decidió que la felicidad estaba en las pequeñas cosas, y que una palabra hermosa o un gesto agradable también eran felicidad. Se esforzaría porque así fuera.

3. Manuela

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Vaya mierda de mañana. Se había tenido que levantar a las ocho para recoger a su nieto de cinco años y llevarlo al colegio porque su hija era una inútil. Así de simple: una inútil. Se enamoró de un idiota, se casaron, tuvieron un hijo y luego el muy capullo se la pega con otra. Y en vez de solucionar las cosas, va y se separa. ¿Y quién paga la cagada? Ella, por supuesto. Igual que con su hijo, con treinta años y viviendo en casa. Tanto estudiar para trabajar en un restaurante y seguir estudiando. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo tenía que aguantar las malas decisiones de sus hijos? Manuela, a sus sesenta y cuatro años, se sentía frustrada y enfadada.

Se había casado joven, y había cuidado de su marido y de sus hijos maravillosamente. “Yo sí soy una mujer hecha y derecha”, eso se decía siempre a sí misma por haberse enfrentado a todas las dificultades que se le habían presentado. Su marido se había dado al alcohol y ella había aguantado todas sus movidas hasta que murió diez años atrás de un cáncer de hígado. Había dado una buena y cristiana educación a sus hijos, les había enseñado el buen camino. Y no había servido de nada. Eran los dos unos inútiles. No servían para nada. Habían tenido parejas que no valían un duro, trabajos de pena, con horarios de pena y salarios de pena. ¿Para eso tanto esfuerzo? Pues ahora ya le daba igual. Sabía que sus errores eran porque no le escuchaban, y ella siempre tenía razón. La situación actual se lo había demostrado. Ya avisó a su hija de que su marido no era de fiar desde el principio. Ningún hombre lo es. Son todos unos egoístas y desconsiderados. Y a su hijo también, ya le dijo que no estudiara una carrera, que era caro y ahora lo de tener carrera no servía para nada. Tenía que haber aceptado cuando su tío le ofreció trabajo en la fábrica. Pero él quería estudiar, y ahora tenía que limpiar su ropa y preparar su comida.

Vaya mierda de día. Encima tenía cita en el médico para revisar el azúcar y el colesterol, que los tenía por las nubes. Le habían mandado a hospital a un especialista para que le dijesen que tenía que comer y cómo. ¡Lo que le faltaba! Medicuchos a ella. Eran todos unos prepotentes y resabidos.

Al menos le acompañaba su vecina Juana, que ella sí que le entendía. También tenía tres hijos igual de idiotas que los suyos. Siempre con problemas por no escucharla, y la pobre Juana, como ella, teniendo que dar la cara por todos ellos.

Desde luego la maternidad había resultado ser toda una farsa. De eso mismo hablaban en el metro dirección a Trinitat Nova. Juana le daba la razón: porque en su época tocaba tener hijos y era lo que tenían que hacer, que si no, ninguna los hubiera tenido. Dedicarte a cambiar pañales, dar biberones, dormir mal, aguantar a maridos siempre insatisfechos que no colaboraban en nada. Y luego paga buenos colegios, uniformes, libros, instituto y un largo etcétera de obligaciones para llegar a esta edad y que ninguno te tenga en cuenta. Cada uno a su rollo, con sus historias, sin escuchar a sus sabias e inteligentes madres. Así les iba, lo tenían merecido.

Juana le contaba que había tenido que cuidar a sus dos nietos dos tardes esta semana, como si fuera una chacha gratuita. Y no es que no le gustara estar con sus nietos, si los nietos son lo más maravilloso del mundo, pero ya podrían preguntarle si le iba bien. De todas maneras, mejor así, que la semana anterior no se los habían llevado ningún día. Cómo si ella diera igual y no tuviera derecho a verlos. Desconsiderados.

“Ay, Juana, como te entiendo. Son unos egoístas como sus padres. Sólo piensan en ellos. Con la excusa de que no trabajamos parece que te tenemos que estar siempre a su disposición. ¡Y una mierda! Me va a oír mi hija esta tarde cuando me llame. Ya la voy a poner yo en su sitio. María tiene que dejar ese trabajo que tiene, que gana una miseria. Siempre está con lo de que el trabajo está muy mal y tal, pero eso son excusas. Quien busca, encuentra, seguro. Y hoy que Javi se busque la vida con la comida, no pienso llegar y ponerme a cocinar. Que se espabile. Y más le vale dejar la cocina bien limpita, que no soy la criada de nadie. Que la semana pasada hizo la cena él todas las noches y dejo porquería en un lado o en otro. Que no saben ni limpiar. Cuatro gritos buenos le pegué. ¡Y encima ni me contestó! Claro, ¿qué me va a decir?Que pasa muchas horas trabajando y muchas estudiando y está muy cansado. Si esa excusa ya me la conozco. Pero para irse de juerga por ahí está perfectamente. Que el mes pasado salió dos veces. ¿A quién se cree que engaña? Es que encima se creen que somos gilipollas.”

Juana asentía, gesticulando ante las quejas inacabables de Manuela. Si es que tenía razón. Siempre lo mismo. Así se reafirmaban mutuamente y se apoyaban en sus vidas amargadas por culpa de sus hijos.

“Vaya, eso digo yo. Que se creen que somos gilipollas. Y nosotras teniendo que aguantar esto. Que no digo que no haya que ayudarles, pero cuando nos vaya bien, que también tenemos nuestras cosas. ¿Tú te crees que alguno de mis hijos se preocupa por mi rodilla? Con lo que me duele. Y les da igual. La última vez que tuve revisión en el traumatólogo sólo me acompañó mi Juan, que las otras estaban muy ocupadas para pedir un día libre. ¿Qué te parece, eh? Pues eso, que encima como si lo nuestro no importara. Pero ya les dije yo que la próxima vez que haya que correr al hospital por el asma de Inés, ya correrán ellos, yo pienso pasar. En mi casa bien tranquila me voy a quedar. Y encima tendré que aguantar que me diga que soy una rencorosa y que hago un drama de todo. Pero es que se merecen su propia medicina. Que luego bien que me buscan cuando necesitan algo.”

Embarcadas en aquella competición por ver quién tenía los peores hijos, y aguantaban los peores agravios, pasaban las paradas del metro sin apenas considerar que el elevado volumen de su voz podía importunar al resto de pasajeros, en un vagón atestado de desconocidos.

En un momento dado Manuela se fijó en una joven que estaba justo junto a ella. Se agarraba con fuerza con el brazo izquierdo en la barra mientras intentaba quitarse un pañuelo negro del cuello. La joven les miraba curiosa. Subió el volumen de su voz para que le oyera.

“Mira Juana, mira la tía esta que nos mira. Es una descarada, cotilleando nuestra conversación. Seguro que es una de esas médicos prepotentes del hospital, de las que se lo saben todo y se creen con derecho a decirnos lo que tenemos y no tenemos que hacer. Hija mía tendría que ser, ya le iba a decir yo que las conversaciones ajenas no se escuchan, que es de mala educación. Pero claro, hoy día lo de la educación no se lleva, que ya podría apartarse un poco, que casi se me sienta encima. Seguro que es de esas que si están sentadas ni se levantan cuando ven a una persona mayor como nosotras. Que no digo yo que seamos viejas, eh.”

“Manuela, que no te enciendas, si no sirve de nada. Si eso te mueves un poco más hacia allí y que se tenga que quitar. Que vaya mala educación que hay hoy en día. Si ya les digo yo a mis hijos que eso lo tienen que enseñar desde pequeños a mis nietos. Que ahora con eso de nada de pegar ni gritarles ni nada a ver qué coño haces cuando se portan mal. Pues cuando no están bien firmes que los pongo. Alguien tiene que hacerlo para que no pasen cosas como esta. Que luego viene mi hijo y me dice que en mi casa se portan fatal y se suben por los sofás y hacen lo que les da la gana. Pero claro, no les pegues ni les grites. ¡Anda ya! Pues que hagan lo que quieran. Que yo ya eduqué a los míos. Ahora soy abuela y estoy para malcriarlos. Que también me lo echan en cara, eh. No te vayas a pensar que me agradecen algo. El otro día, sin ir más lejos, voy y les compro unos teléfonos móviles de estos baratos que tienen juegos, que así están entretenidos y no me dan guerra. Y va y se enfada. Que ya te digo yo, que hagas lo que hagas no sirve de nada.”

La joven, incómoda ante el ataque verbal de la señora, se desplaza unos centímetros hacia atrás. Es todo lo que se puede mover sin acabar encima de ningún otro pasajero. Mira alternativamente hacia el panel informativo y las mujeres que continúan con su retahíla de quejas.

Manuela y Juana mantienen el volumen elevado de su voz. Su conversación pasa del descontento con sus hijos, al disgusto con otros vecinos, al malestar por las enfermedades, tratamientos y terapeutas en general. Poco después pasan a protestar por los precios de la fruta en el mercado, y por el trato que reciben de los tenderos del supermercado de la esquina de su casa.

Poco antes de llegar a la parada de Vall d´Hebrón, se levantan de sus asientos y, entre empujones poco sutiles, se sitúan frente a la puerta.

Justo detrás de ellas se coloca la joven, cuidadosamente, para evitar siquiera rozarlas con el agitado vaivén del vagón del metro.

Manuela se gira para comprobar que no se dejan nada en los asientos, la ve. Indiscreta y retadora se la queda mirando y prosigue sus reiterados reproches contra ella, contra la humanidad en general, en toda una disertación política y filosófica digna de estudio:

“Lo que yo te diga. Que el mundo se va a la mierda y nosotras aguantando. Si es que esto con Franco no pasaba. La juventud de hoy en día tendría que comerse una buena dictadura como hicimos nosotras. Así verías tú que pronto se les quitaban las tonterías. Que cuando yo era joven como no me comportara como mi padre quería, una buena bofetada y ya se te quitaban las ganas de hacer el gilipollas. Si es que al final tenía razón. Lo hacía por mi bien. Mira que en gran persona me he convertido y todo lo que he logrado. Lástima que sea tarde, sino buenas bofetadas les hubiera dado a los míos en su momento y la de mierda que me habría ahorrado.”

La joven la miró estupefacta. No sólo ella: muchas personas del vagón se giraron ante semejantes afirmaciones. Mientras los pasajeros bajaban en la parada, entre ellos Manuela, Juana y la joven, se inició un espontáneo debate sobre la política, la educación y la cultura.

Manuela no lo supo nunca, pero generó un gran rechazo en la mayoría de pasajeros con los que había compartido lo que ella consideraba su gran experiencia y sabiduría.

Manuela tampoco supo nunca quién era ni por qué viajaba aquella joven, Mireia, en su mismo vagón de metro, a la misma hora. Lo cierto es que tampoco le importó ni volvió a pensar en ella nunca más. Tenía demasiadas preocupaciones y demasiadas situaciones que solucionar a su manera en la cabeza, como para dar cabida a una desconocida entrometida.

Fotografía y texto de Sara de Miguel

¡Feliz lunes!

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