2. El vuelo de ida

vuelo.jpg

Por fin había llegado el día. Apenas había podido pegar ojo en toda la noche repasando mentalmente todos y cada uno de los pasos que debía seguir. Ni siquiera llegó a sonar el despertador, puesto a las cinco de la madrugada. Diez minutos antes ya estaba en pie.

Se había levantado con prudencia. Su marido y sus tres hijos dormían plácidamente y no deseaba importunarlos. Se había vestido en un silencio absoluto. Había seleccionado ropa cómoda: un pantalón elástico y un jersey largo de punto.

Preparó la ropa de cada uno de sus hijos. Los gemelos tenían educación física y les dejó una camiseta para cambiarse en las mochilas del colegio. Alicia tenía que pagar una excursión y firmó el consentimiento, adjuntó el dinero y lo metió en su mochila. Dejó una nota en la cocina con las meriendas que debía preparar su marido Jan y las fiambreras correspondientes marcados con sus nombres en rotulador indeleble.

Con cuidado de evitar hacer cualquier ruido repasó el contenido de su bolso: cartera, carpeta con la documentación, el ebook, un bálsamo hidratante para los labios que se le agrietaban con el frío, caramelos de menta que le aliviaban la sequedad bucal cuando se ponía nerviosa, las llaves de casa y del coche, el teléfono móvil y un neceser con cepillo de dientes, pasta de dientes, desodorante y una muestra de perfume. Fue hasta la estantería del salón y cogió los billetes de ida y vuelta para el mismo día y los metió con cuidado en el bolsillo externo del bolso.

Se puso un pañuelo grande y negro al cuello y su chupa favorita. Fue a los dormitorios de sus hijos y con cariño les acarició sus infantiles rostros. Se despidió de ellos con un ósculo en la frente, no sin antes dejarse embelesar durante unos segundos por la imagen que desprendían, rebosante de extraordinaria ternura.

Entró en su dormitorio y despertó a Jan con un dulce beso en la punta de la nariz. Él la miró y atrajo su cara con ambas manos hacia él y la beso con fuerza. Le susurró al oído “Llámame en cuanto llegues. Te quiero”. Mireia asintió y le dijo “Yo te quiero más y lo sabes”. Ambos sonrieron. Ella se fue dedicándole un guiño de complicidad.

Salió de casa y cerró la puerta con la llave desde fuera para no despertar a los pequeños. Se subió en el coche y condujo los treinta kilómetros que separaban el pueblo en el que vivían del aeropuerto. Una vez allí, lo dejó aparcado en el parking y caminó hasta la terminal de salidas.

Entró por las puertas automáticas y buscó su destino en la pantalla: Barcelona. Embarque a las seis y media en la puerta D94.

Se dirigió hacia el control de seguridad. Extrajo de su bolso el neceser y el teléfono móvil, se quitó los botines deportivos y depositó todo en una de las cajas de plástico apiladas junto a la cinta. Esperaba que nadie se fijara en sus calcetines, ya que siempre llevaba uno de cada color. Era una manía curiosa que tenía desde pequeña. A sus hijos les hacía mucha gracia, aunque Jan lo encontraba absurdo y a menudo se reían de ello.

Escuchó el alboroto de unos jóvenes que hacían cola detrás suya. Hasta ese momento había estado como en trance, sin procesar los sonidos de su alrededor. Se giró y vio un grupo de chicos riendo y haciéndose bromas. Por el acento y el vocabulario dedujo que al menos los dos que hablaban más alto eran de orígen argentino. Le divirtió ver cómo se azuzaban.

Llegó su turno para pasar por el arco de seguridad. Lo traspasó y se mantuvo silencioso. Recogió sus pertenencias y se puso los botines de nuevo. Mientras lo hacía observó a su alrededor y pensó qué vorágine son los aeropuertos. Un caos atestado de personas desconocidas con el único objetivo de volar a otro lugar, con sus propias historias, protagonistas de un efímero capítulo que les unía en un mismo sitio en un mismo momento.

Comenzó a caminar hacia la puerta de embarque. Sintió un calor excesivo por el aire acondicionado y se quitó el pañuelo del cuello que, por descuido, cayó al suelo. Se agachó a cogerlo y al levantar la mirada se cruzó con la de uno de los jóvenes que caminaban detrás. Sin reparar apenas en él, continuó su trayecto marcado por los paneles señaladores que colgaban de las paredes junto a variopintos anuncios que ofrecían las diversas fuentes de diversión y atracciones turísticas de la ciudad.

Pasado el control de pasaje subió con parsimonia en el avión. Buscó su asiento, situado en las filas traseras, junto a la ventanilla. Siempre que podía elegía ventanilla, dado que le encantaba deleitarse con el espectáculo que la bóveda celeste le ofrecía a varios cientos de metros sobre el suelo. Se sentó y a continuación se quitó la chupa y la colocó, junto a su aparatoso bolso y el pañuelo, en el asiento contiguo, que permanecía vacío. Se sentó y se ajustó el cinturón alrededor de su menuda cintura. Posó cuidadosamente el bolso entre sus piernas y la chupa y el pañuelo sobre su regazo. Por experiencia sabía que, a menudo, tras el despegue, bajaba la temperatura dentro del avión y quizá los necesitara.

Mientras se encendían y apagaban luces dentro del aparato y una voz grabada proporcionaba instrucciones de seguridad durante el vuelo, añoró a Jan a su lado. Las dos ocasiones anteriores que había tenido que desplazarse a Barcelona le había acompañado y todo había sido más ligero. Ahora, sola, se sentía somnolienta y angustiada. Recordó quince días atrás cómo le cogía la mano con fuerza durante el despegue, y se deleitó en aquella insignificante pero hermosa reminiscencia.

Fue consciente de que apenas había percibido su alrededor durante las dos horas que habían transcurrido desde que se levantara. Había actuado como una autómata, preparada y eficaz, pero insensible a los estímulos externos. Mientras los pensamientos se agolpaban en su cabeza y la inquietud la oprimía contra su voluntad, miró alrededor y se dio cuenta de que el avión iba prácticamente vacío. Supuso que debido a que a nadie le gusta madrugar, aunque a ella le era indiferente, desde que tuvo los niños se había acostumbrado a dormir temprano y despertarse temprano, cuando no tenía de levantarse en mitad de la noche para atender cualquiera de sus múltiples necesidades. Lo cierto es que lo hacía encantada. Para Mireia no había nada comparable en el mundo a ser madre. Recordando los vuelos con sus hijos decidió distraerse con las imágenes de las nubes algodonadas bailando una extraña danza matutina al otro lado de la ventanilla.

Jugaba mentalmente a imaginarse formas, tal como lo hacía con sus pequeños cuando viajaban. Siempre le sorprendían con su interminable ingenio y fantasía. Pudo intuir un elefante con la trompa en alto, y un dragón volador, como Fujur en La Historia Interminable.

A pesar de estar gratamente abstraída en tan ameno juego, se percató de que alguien se había sentado justo detrás de ella y la observaba. Se giró sorprendida al encontrar al joven con quien había cruzado la mirada cuando se le cayó el pañuelo en el aeropuerto, apenas a unos centímetros de su rostro. No le dio importancia, lo atribuyó a una de tantas coincidencias que se dan en la vida, y devolvió toda su atención al horizonte nublado, matizado con mil colores provocados por el reflejo de los primeros rayos de sol, dejándose seducir por tamaña exhibición de belleza.

Inesperadamente el joven le dijo “Es lo más relindo que he visto nunca”. Sorprendida se giró hacia él y le miró. Era un muchacho de aspecto agradable. Debía tener como diez años menos que ella, veintitantos, moreno, de ojos claros y tímida sonrisa. Le pareció inofensivo y, suponiendo que se refería al espectáculo que ofrecía el edén de algodones que les rodeaba, le contestó “Es cierto, es muy bonito”.

Pensó que el joven debía estar aburrido de tanta cháchara con sus compañeros y buscaba un poco de tranquilidad. Volvió a girarse para contemplar el cielo infinito que les separaba de un destino común. Aprovechó para reflexionar sobre las pequeñas y hermosas cosas de la vida que apenas valoramos en la barahúnda cotidiana, como aquel hermoso firmamento. Ya nadie mira el cielo con intención de tan sólo disfrutar de su belleza.

Entonces el atrevido muchacho susurró “Me refería a vos”. Mireia le miró sorprendida por la osadía y complacida por el cumplido. Le sonrió abiertamente, divertida. No pudo evitar sonrojarse y agachó la cabeza en un gesto avergonzado. Ciertamente era argentino, y tras sus palabras pensó que tenían merecida fama por su labia conquistadora. Levantó la vista y se encontró con la de él. Detectó un atisbo de ingenua sinceridad que le conmovió. Sintió una punzada de culpabilidad por no poder corresponder tan preciosas palabras. Su corazón le brindó una respuesta franca y con ternura le contestó “Seguro que allá donde vayas habrá una chica que merezca un piropo tan bonito”.

Dando la espalda a Sebas, dio por zanjada aquella extraña conversación entre dos completos desconocidos.

Sintió durante el resto del vuelo la intensa presencia de él sentado detrás suya.

Mireia se mantuvo en su asiento, sin atisbo de malestar por lo sucedido. Quedó pensativa, deseando con sinceridad que allá donde fuera aquel intrépido muchacho encontrara al amor de su vida, le dijera aquellas hermosas palabras, y fueran correspondidas.

El resto del vuelo sus pensamientos fueron todos para su marido y sus hijos. Los amores de su vida.

Comprendió que el amor a primera vista no es amor. El amor es haberlo vivido todo, haberlo compartido todo: lo bueno y lo malo, la rutina y lo extraño, lo fácil y lo difícil. Amar es haber crecido juntos, estar creciendo juntos de la mano cada día. Comprendió que amar es aprender a amar uno del otro y, a pesar del esfuerzo, seguir amando.

Fotografía y texto de Sara de Miguel

¡Feliz lunes!

1. Sebas

IMG-20161030-WA0001.jpg

Por fin había llegado el día. Volvía a casa. Buenos Aires le esperaba. Le esperaban su mamá y sus dos hermanas pequeñas. Se sentía ansioso por verlas: seguro que habían crecido y estaban lindas y divertidas.

Se había marchado dos años atrás, con cinco compañeros, para trabajar en un hotel turístico en España. Le gustaba España y su gente. Se sentía cómodo entre los clientes y disfrutaba de su trabajo. Era uno de los camareros de la piscina nocturna y siempre habían fiestas. Había ganado suficiente dinero para vivir bien y ahorrar para volver unos meses al hogar y ayudar con los gastos de criar a dos pequeñuelas. Su madre se sentiría orgullosa. Él mismo se sentía orgulloso.

Compartía apartamento en el hotel en el que trabajaba con otros dos compañero de trabajo. Se había levantado sin hacer mucho ruido, se había duchado y vestido en un silencio lleno de alegría, aunque teñido con un poco de nostalgia. Añoraría las rutinas: levantarse a mediodía, comer por la tarde, y trabajar hasta la madrugada sirviendo copas a jóvenes enloquecidos por vivir unas breves vacaciones en un paraíso de playas, discotecas, alcohol y sexo anónimo y descontrolado.

A las seis en punto estaban los seis compatriotas en la puerta del hotel con sus macutos. No había lugar para demasiados enseres, sólo algo de ropa y los objetos de higiene. Ni siquiera llevaba libros o fotos. Todo estaba adecuadamente comprimido en la nube, accesible desde su teléfono móvil de última generación.

Todos se mostraban entusiastas y animados. Parloteaban sin parar de anécdotas acumuladas por demasiadas horas en su peculiar trabajo, y por historias antiguas en su tierra. Todos tenían familia esperando su regreso. Las emociones les embargaban y se apreciaba en el ambiente.

No hubieron despedidas. Ya habían dicho hasta pronto en las últimas semanas a las muchas amistades, compañeros y conocidos. Cogieron el autobús hasta el aeropuerto y en diez minutos se encontraban frente a la terminal de salidas. Consultaron la puerta de embarque en las pantallas, llenas de vuelos con diferentes destinos. Y allí estaba el suyo: primera escala en Barcelona. Embarque a las seis y media en la puerta D94.

Entre bromas y risas se dirigieron al control de seguridad. Fueron poniendo sus macutos, carteras, teléfonos y cinturones en las pequeñas cajas de plástico. Las pusieron en las cintas automáticas para que pasaran por el visor, mientras hacían cola como niños en la puerta de un colegio frente al arco de seguridad. Fueron pasando uno a uno. El arco se mantuvo silencioso. Pasaron al otro lado y recogieron sus pertenencias mientras Sebas pensaba en qué quilombo son los aeropuertos. Un caos atestado de personas desconocidas con el único objetivo de volar a otro lugar, con sus propias historias, protagonistas de un efímero capítulo que les unía en un mismo sitio en un mismo momento.

Entonces la vio a ella. Caminaba justo por delante de su ruidoso grupo de amigos. Mientras se quitaba del cuello un pañuelo negro, éste se le cayó al suelo y lo estaba recogiendo. Era una chica menuda, quizá demasiado delgada para su gusto. Tenía el cabello largo y castaño. Iba vestida muy discreta, con un jersey largo de punto a rayas azul marino y gris, unos pantalones ceñidos negros y unos botines deportivos. Llevaba un bolso grande, negro, con tiras a lo cowboy tal como marcaba la moda, y llevaba una chupa negra apoyada en el bolso. Si no se hubiera cruzado con su mirada quizá jamás hubiera reparado en ella. Parecía una niña pequeña, con su aspecto reservado y circunspecto.

Pero la había visto y ahora no podía quitar la mirada de su espalda, ansioso por verla más de cerca, inquieto por la sensación que le había creado el breve cruce de miradas no intencionadas.

Casualidades de la vida: estaba en la fila de embarque de su mismo vuelo. Sintió como su estómago se revolvía ante la posibilidad de compartir el escaso espacio físico de un avión con ella.

Sus compañeros continuaban con la sarta de anécdotas y bromas, que ya le parecían indiferentes. De hecho, desde el instante en que vio los ojos de ella, todo le era indiferente. Ya no sentía el entusiasmo por volver a casa, ni siquiera la añoranza por su vida llena de rutinas poco convencionales. El mundo se había parado en una mirada. Pensó que quizá eso era el amor. Le recordaba a la primera vez que beso a una chica, cuando tenía catorce años, en el patio trasero de su colegio. Doce años más tarde su cuerpo y su mente le explotaban por dentro sin poder controlarlo ante una completa desconocida.

La vio subir al avión con su caminar parsimonioso. Se sentó en una de las filas traseras. Ellos tenían asientos asignados al final del todo, en la cola.

Ya en sus asientos, vio que el avión iba casi vacío. Apenas habían filas llenas. Supuso que porque era el primero de la mañana y a nadie le gusta madrugar. A él menos que a nadie, y menos cuando por su horario de trabajo tenía el metabolismo cambiado, nocturno. Pero eso ahora le parecía una nadería, porque ella estaba allí y podía verla sin que ella ni siquiera se percatara.

No podía dejar de mirarla. Ella estaba unas pocas filas delante, sentada junto a una ventanilla, y colocaba el bolso, la chupa y el pañuelo en el asiento contiguo, vacío, mientras se abrochaba el cinturón. Después procedió a colocar el bolso entre sus piernas y la chupa y el pañuelo en su regazo. Se preguntó cómo sería estar en su regazo. Le pareció el lugar más acogedor del mundo. Deseo poder acercarse y acomodar su cabeza en su regazo, y que, sin mediar palabra, ella le acariciara su cabello largo y oscuro. Cerró los ojos y saboreo aquel momento imaginario de intimidad.

Mientras se encendían y apagaban luces dentro del aparato y una voz grabada proporcionaba instrucciones de seguridad durante el vuelo, fantaseó con, a su vez, poder acariciar su pelo lacio brillante, y pasar los dedos por sus labios carnosos y rosados.

Había una sensualidad en los movimientos de ella poco común. Unos rasgos dulces y aniñados, un aspecto juvenil y una oscilación en cada parte de su cuerpo que le agitaba la garganta.

En algún momento sus amigos se dieron cuenta de que su mente estaba completamente fuera de la conversación. Se rieron de él cuando percibieron el objeto de su mirada, inmutable, como fijada con pegamento a aquella chica desconocida. Uno de ellos le dijo “Esa piba no te la pillas, así que no te recalientes, boludo”. Tenía razón. No era una piba cualquiera, no era una niñata fiestera de sexo esporádico sin implicación emocional. Él mismo sintió que no podría mantener ese tipo de relación, tan frecuente durante la temporada de trabajo, con ella. Fue consciente por un momento de que le sucedía algo intenso y diferente. Estaba claro que sus amigos no captaban la esencia de lo que estaba sucediendo, ya que simplemente le ignoraron y continuaron con sus mofas. Agradeció aquella ignorancia por parte de ellos para poder continuar dedicando todos sus sentidos a la musa que le había conquistado sin ni siquiera mediar palabra.

Despegaron. El avión se posó con ciertas turbulencias sobre las nubes. Se apagaron las luces de mantener el cinturón abrochado y, sin pensarlo, se levantó y se sentó el asiento justo detrás de ella.

Pudo verla de cerca por primera vez. Se le aceleró el ritmo cardíaco tanto que pensó que ella podría oírlo. Ese pensamiento hizo que automáticamente se acelerara más y más, hasta dejarle sin aliento. La miro por el estrecho espacio que quedaba entre el respaldo de su asiento y la ventanilla por la que ella miraba sonriente. Con una sonrisa moderada que iluminaba todo su semblante. No llevaba maquillaje. Era una belleza natural. Pudo apreciar que seguramente ella era mayor que él, mayor de lo que había imaginado en un primer momento. Quizá rondaba los treinta. Tenía pequeñas pecas en la nariz y unos ojos marrones intensos y brillantes. Pudo apreciar unas minúsculas ojeras, supuso que por el horario del vuelo. Olía a flores y campo, un perfume sencillo y agradable.

La continuó mirando fijamente sin poder evitarlo, sin ni siquiera percibir que ella se daba cuenta y se giró hacia él curiosa ante su presencia inadecuadamente tan cercana.

Sebas se sintió como un niño pillado haciendo una trastada. Enrojeció y cambio el objeto de su mirada a la ventanilla, sin siquiera observar el hermoso amanecer que se presentaba ante ellos.

Ella volvió su mirada hacia la ventanilla. Él volvió su mirada hacia ella. La vio como oteaba el horizonte nublado, matizado con mil colores provocados por el reflejo de los primeros rayos del sol. Mantuvo su sonrisa. Esa sonrisa especial, deslumbrante, abrumadora.

En un alarde de valentía Sebas le dijo a la chica “Es lo más relindo que he visto nunca”.

Ella le miró, y él pudo percibir la sorpresa en su bello rostro. Volvió la mirada hacia el cielo y le contestó “Es cierto, es muy bonito”. Tenía una voz melodiosa y sincera. Sin duda ella se refería al espectáculo que ofrecía el edén de algodones al otro lado de la ventanilla.

La tenía tan cerca, sentía su aliento fresco y mentolado. Sentía la calidez de su piel. Sentía su sublime divinidad. Imaginó el futuro: quería que fuera el amor de su vida, la madre de sus hijos, la mujer maravillosa con quien envejecer. Pero sólo disponía de apenas una hora para que ella también lo supiera. Después aterrizarían y sus vidas continuarían. Quién sabía quién era ella, a dónde se dirigía y por qué. Quién sabe si el dado azaroso de la vida la volvería a poner en su camino, le volvería a dar la oportunidad de sentirla.

El arrebato de temor que le envolvió como una puñalada trapera se transformo en valentía. Aclamado por el impulso de su pulso acelerado, dejó brotar las siguientes palabras en su boca “Me refería a vos”.

Ella le miró. Le escrutó con una mirada sorprendida y complacida a partes iguales. Un atisbo de esperanza lleno los pulmones de Sebas. Ella sonrió abiertamente, divertida. Se sonrojó, agachó la cabeza en un gesto avergonzado y al volver a mirarle ella le transmitió la sensación de que era un niño pequeño a quien iban a reprender por haber hecho algo equivocado pero inocente, sin reproches y con cariño. Con ternura ella le contestó “Seguro que allá donde vayas habrá una chica que merezca un piropo tan bonito”.

Dando la espalda a Sebas dio por zanjada aquella extraña conversación entre dos completos desconocidos.

Sebas se quedó el resto del vuelo en el asiento tras ella, observándola con amor y tristeza.

Ella se mantuvo en su asiento, sin atisbo de malestar por lo sucedido. Quedó pensativa, deseando con sinceridad que allá donde fuera aquel intrépido muchacho encontrara al amor de su vida, le dijera aquellas hermosas palabras, y fueran correspondidas.

Texto de Sara de Miguel y fotografía de Tomeu Mir.

Desde que te amo

«… Porque te amo, nena.

Como te amo, cariño.

Como te amo nena.

Como te amo cariño…

Nena, nenita. …
Pero nena,

desde que te amo,
estoy a punto de perder la razón…»

Extraordinarios, espectaculares, virtuosos de la música y de la palabra. Poesía cantada.

Ellos son Led Zeppelin. No es necesario añadir nada más cuando escuchándolos ya lo dicen todo.

¡Feliz lunes!

Sara

Ahora ya no estás…

pisadas.jpg

… No sé cuándo empecé a perderme, pero me perdí. Hasta entonces vivimos una felicidad que rozaba la perfección. Creo que es cuando empezaste a trabajar de maestra: ganabas más dinero que yo, y eso me hacía sentir humillado. Y empecé a trabajar más horas en la empresa, sólo por orgullo, porque me han educado así. El hombre tiene que mantener a la familia. Y yo trabajaba más y más horas, y ganaba más y más dinero. Me sentía poderoso. Y me pedías que no trabajara tanto, que no nos hacía falta, y te ibas distanciando, y yo pensé que era envidia porque tu marido sin estudios ganaba más que tú. Y en esa, a veces sutil, a veces demoledora, distancia, yo salía más con los amigos, recibía palmaditas en la espalda mientras pagaba las copas, y miraba otras mujeres. Y de vez en cuando alguna me miraba a mí, y, bueno, la carne es débil. Y cada vez te notaba más fría, más exigente, más enfadada.

Y luego vino el cáncer, y yo ni me lo creí. Pensaba que sería algo pasajero, que a ti no podía pasarte nada. Eras joven, eras dura como el diamante. Tú eras la eterna luchadora que trabajabas, te encargabas de la casa, de los niños y de mí, y de todo el mundo que te necesitara. Siempre tenías energías para todo y para todos. Ni siquiera fui capaz de estar a tu lado cuando llorabas, porque no sabía ni qué decir.

Ahora ya no estás.

A veces tengo que repetírmelo muchas veces para creerme que de verdad no estás.

Y ahora, cuando ya no estás y ya no puedo cambiar nada, me doy cuenta de lo imbécil que he sido. Eras la mujer más maravillosa e increíble del mundo. Cuando me pedías que no trabajara tanto, tenías razón, no necesitábamos tanto dinero. Ahora tengo una cuenta llena de dinero que no puedo compartir contigo. Me sorprendo cada día pensando en qué te regalaría, dónde te llevaría… todas esas cosas que no te regalé, todos esos lugares a los que no te llevé. Y sobretodo, que ahora ya dan igual esos regalos y esos lugares, lo importante es todo ese tiempo que desperdicié de estar a tu lado. Ese tiempo a tu lado era el mejor regalo de mi vida. Ahora ya no estás, ya no puedo recuperarlo.

Ahora entiendo tu distancia, tu frialdad, tus enfados. Mis ausencias, mis historias con otras, mi indiferencia. Cuántas noches de sexo frío con mujeres que no eran ni la mitad de bellas, ni de apasionadas que tú, habré tenido. Y jamás ninguna me ha dado tu cariño ni tu complicidad. Jamás ninguna mujer me ha mirado como tú lo hacías. Dios mío, Dios mío, lo que daría por volver a sentir tu mirada de enamorada. Lo que daría por oír tu risa. Lo que daría por volver a sentir tu pequeños pies fríos en la cama. En vez de decirte que te quitaras, me arrastraría a besar cada uno de tus deditos, los pondría entre mis manos y te daría todo el calor que no te he dado. Te tendría que haber amado hasta en los defectos, porque tus defectos no fueron más que consecuencia de los míos.

Ahora sé que mientras estabas enferma, no tenía que decirte nada, sólo tenía que haber estado ahí contigo, para ti. Llorar contigo si hacía falta. Ahora lo sé, porque no hay nada que me puedan decir que me alivie este dolor de haberte perdido. Ahora sí que lloro, tanto que a veces no recuerdo cuando he empezado. Y lo peor es saber que no te perdí cuando moriste, te perdí mucho antes, por amarme a mí más que a ti. Por ser egoísta. Por no entender que amar es, sencillamente, dar amor.

Ahora vivo obsesionado pensando en la vida que te di, llena de vacíos, de engaños, de orgullo. Cuántas veces cambiaría las cosas, cuántas veces te pediría perdón infinito. Ahora vivo obsesionado pensando en cómo hubiera sido nuestra vida si te hubiese cuidado, respetado y valorado como tú lo hacías conmigo. Cuántas cosas bonitas te diría que no dije. Hubieras muerto igual, pero llena de otros recuerdos más hermosos, casi tan hermosos como tú. Llena de la felicidad que sólo da sentirse amada. Llena de un yo que yo no he sido. Ahora estoy muerto en vida, obsesionado, pensando que tuve tantas oportunidades de hacerte feliz, tuve tantas oportunidades de hacernos felices, y no lo hice…

Ahora ya no estás. Ahora ya no estás. Ahora ya no estás…”

Extraído de mi libro «13 Almas», triste y hermosa carta de despedida tras el fallecimiento de una bella persona. Palabras emocionadas y emocionantes, para una reflexión nada baladí.

¡Feliz martes!

Sara

Encerrado en tu ausencia

torreon

Y dices que eres humana,

cuando al inhalar el perfume que desprendes

quedo sin aliento.

Eres un indómito paraje de belleza

exento de fruslería.

Hechizado me hallo

pues alojada tu brujería en mi seno

me encierra tu ausencia

en torres imposibles de derrocar.

Efímero alijo de calor

cuando tus ojos absortos

atisban el horizonte

y me señalan inocentes

el sendero que conduce

a mi triste y austera alma,

en firme reyerta

por abandonar toda atalaya

y alcanzar el singular

clamor de tu sonrisa

que el mar divisa

cual faro en la tormenta.

Eres el amor imposible,

la pasión desalojada de mi lecho,

la emoción deshojada de mi pecho.

Me desairo y resplandezco en mi osadía

de reclamarte como mía

cuando sólo a ti te perteneces,

cuando sólo perteneces a la vida misma.

Y no puedo poseerte,

poseer la mayor de las riquezas,

en mi mortalidad e indolencia.

Lloro tu ausencia

aún sabiendo que rompe

el cielo de mis entrañas,

embravece el mar de mi alma

y arde en fuego mi corazón.

Quedo encerrado en mi torreón

de miseria, tristeza y desasosiego

por no tenerte cerca,

por no sentirte aquí,

a mi lado.

Inconcebible pesadumbre

que por no tenerte

encerrado de pena mi esencia desfallece…

¡Feliz miércoles!

Poema y Fotografía de Sara de Miguel

Como luz que da vida

IMG_6859.JPG

Como luz que da vida. Así me han alegrado los alumnos de una clase de sexto de primaria a la que me han invitado para hablar sobre mi trabajo como escritora.

No sólo el profesor se había leído «13 Almas», si no que varios alumnos habían leído «¿Es el enemigo? La eficacia de comunicarte».

Me han hecho preguntas interesantes, me han planteado posibles temas para seguir escribiendo libros, y me han arrollado a sonrisas y buenas intenciones.

Todos han participado de una u otra manera, en positivo, buscando aprendizajes nuevos, posibilidades para crecer como alumnos y como personas.

Me he sentido gratamente halagada, pero sobretodo me he sentido gratamente enriquecida por sus puntualizaciones e inquietudes.

Como siempre, he aprendido yo más de ellos que ellos de mí. Los niños son maravillosos. Ojalá les escucháramos más. Ojalá les habláramos más.

Mi más sincero agradecimiento al colegio que lo ha hecho posible.

Muchísimas gracias al interés y alta motivación del profesor que se enfrenta con entusiasmo a la ardua tarea de enseñarles muchas cosas importantes.

Muchísimas gracias sobretodo a todos y cada uno de los niños. Sois geniales, no dejéis nunca de haceros y hacer preguntas, ni de buscar respuestas. Así crecemos como seres humanos, cálidos y llenos de magia.

Sois la luz que da vida.

¡Feliz lunes!

Sara

Tu ausencia

IMGP2508.jpg

Él me habla de ti,

de cuando estabas vivo:

me habla de tus bromas,

de tus palabras inventadas,

de tus locuras,

de tus gestos,

y de tu sonrisa torcida.

Me habla de tu ausencia

en sus miradas perdidas,

en sus interminables silencios

en su tristeza amarga,

en las lágrimas que se guarda,

y en la ira que le atenaza,

por tu vida truncada.

Y te siento…

Te siento dentro en cada recuerdo

que ahora también es mío,

en cada vacío que nos rodea

y que no hay palabras

en ningún idioma

que pueda describirlo.

Lamento con un dolor inmenso

no haberte conocido,

porque así como él te ama,

sé certera que te hubiera amado

con la misma intensidad

que la añoranza demoledora

que tu ausencia todo lo embarga…


Poema de Sara de Miguel y fotografía de Tomeu Mir

En memoria de Miquel Mir.

Si te vieras con mis ojos…

img_6885

Estar enamorada es saber que no hay nadie como tú.

Que despertar es desear sentir tu piel a tu lado,

que dormir es soñar con tus abrazos,

que la razón de vivir es regalarte todas las sonrisas.

Estar enamorada es tener pequeños y grandes detalles

porque me apetece hacerte feliz.

Estar enamorada es no desear otro cuerpo que no sea el tuyo

ni otra mente que no sea la que te enreda en esta complicada vida.

Estar enamorada es quererte con todas tus virtudes

y todos tus defectos.

Estar enamorada es tener paciencia en tus días malos

y cariño en tus días tristes.

Estar enamorada es compartirlo todo, porque hay un nosotros.

Estar enamorada es saber que en el mundo hay más de siete mil millones de habitantes

y que te amo sólo a ti.

Estar enamorada es elegirte todos los días como compañero de viaje.

Estar enamorada es saber

que si te vieras con mis ojos

no tendría ningún poema que escribirte.

Fotografía y poema de Sara de Miguel.

¡Feliz martes!

Una reseña de «13 Almas» muy especial

BookCoverImage

Hoy he recibido un bonito regalo. Se trata de una reseña muy especial, escrita con cariño y una buena dosis de emoción.

La podéis encontrar en cotorraslectoras.blogspot.com.es, un blog sobre literatura interesante y serio.

Por mi parte agradecer a Nora la fuerza que me transmite con sus palabras y la ilusión que me genera saber que hay personas sensibles a mis experiencias, capaces de sentirlas y compartirlas con tanto entusiasmo. Ciertamente, me has dejado impresionada. ¡GRACIAS!

¡Un saludo y buen fin de semana!

Sara

Crea una web o blog en WordPress.com

Subir ↑