Por fin había llegado el día. Volvía a casa. Buenos Aires le esperaba. Le esperaban su mamá y sus dos hermanas pequeñas. Se sentía ansioso por verlas: seguro que habían crecido y estaban lindas y divertidas.
Se había marchado dos años atrás, con cinco compañeros, para trabajar en un hotel turístico en España. Le gustaba España y su gente. Se sentía cómodo entre los clientes y disfrutaba de su trabajo. Era uno de los camareros de la piscina nocturna y siempre habían fiestas. Había ganado suficiente dinero para vivir bien y ahorrar para volver unos meses al hogar y ayudar con los gastos de criar a dos pequeñuelas. Su madre se sentiría orgullosa. Él mismo se sentía orgulloso.
Compartía apartamento en el hotel en el que trabajaba con otros dos compañero de trabajo. Se había levantado sin hacer mucho ruido, se había duchado y vestido en un silencio lleno de alegría, aunque teñido con un poco de nostalgia. Añoraría las rutinas: levantarse a mediodía, comer por la tarde, y trabajar hasta la madrugada sirviendo copas a jóvenes enloquecidos por vivir unas breves vacaciones en un paraíso de playas, discotecas, alcohol y sexo anónimo y descontrolado.
A las seis en punto estaban los seis compatriotas en la puerta del hotel con sus macutos. No había lugar para demasiados enseres, sólo algo de ropa y los objetos de higiene. Ni siquiera llevaba libros o fotos. Todo estaba adecuadamente comprimido en la nube, accesible desde su teléfono móvil de última generación.
Todos se mostraban entusiastas y animados. Parloteaban sin parar de anécdotas acumuladas por demasiadas horas en su peculiar trabajo, y por historias antiguas en su tierra. Todos tenían familia esperando su regreso. Las emociones les embargaban y se apreciaba en el ambiente.
No hubieron despedidas. Ya habían dicho hasta pronto en las últimas semanas a las muchas amistades, compañeros y conocidos. Cogieron el autobús hasta el aeropuerto y en diez minutos se encontraban frente a la terminal de salidas. Consultaron la puerta de embarque en las pantallas, llenas de vuelos con diferentes destinos. Y allí estaba el suyo: primera escala en Barcelona. Embarque a las seis y media en la puerta D94.
Entre bromas y risas se dirigieron al control de seguridad. Fueron poniendo sus macutos, carteras, teléfonos y cinturones en las pequeñas cajas de plástico. Las pusieron en las cintas automáticas para que pasaran por el visor, mientras hacían cola como niños en la puerta de un colegio frente al arco de seguridad. Fueron pasando uno a uno. El arco se mantuvo silencioso. Pasaron al otro lado y recogieron sus pertenencias mientras Sebas pensaba en qué quilombo son los aeropuertos. Un caos atestado de personas desconocidas con el único objetivo de volar a otro lugar, con sus propias historias, protagonistas de un efímero capítulo que les unía en un mismo sitio en un mismo momento.
Entonces la vio a ella. Caminaba justo por delante de su ruidoso grupo de amigos. Mientras se quitaba del cuello un pañuelo negro, éste se le cayó al suelo y lo estaba recogiendo. Era una chica menuda, quizá demasiado delgada para su gusto. Tenía el cabello largo y castaño. Iba vestida muy discreta, con un jersey largo de punto a rayas azul marino y gris, unos pantalones ceñidos negros y unos botines deportivos. Llevaba un bolso grande, negro, con tiras a lo cowboy tal como marcaba la moda, y llevaba una chupa negra apoyada en el bolso. Si no se hubiera cruzado con su mirada quizá jamás hubiera reparado en ella. Parecía una niña pequeña, con su aspecto reservado y circunspecto.
Pero la había visto y ahora no podía quitar la mirada de su espalda, ansioso por verla más de cerca, inquieto por la sensación que le había creado el breve cruce de miradas no intencionadas.
Casualidades de la vida: estaba en la fila de embarque de su mismo vuelo. Sintió como su estómago se revolvía ante la posibilidad de compartir el escaso espacio físico de un avión con ella.
Sus compañeros continuaban con la sarta de anécdotas y bromas, que ya le parecían indiferentes. De hecho, desde el instante en que vio los ojos de ella, todo le era indiferente. Ya no sentía el entusiasmo por volver a casa, ni siquiera la añoranza por su vida llena de rutinas poco convencionales. El mundo se había parado en una mirada. Pensó que quizá eso era el amor. Le recordaba a la primera vez que beso a una chica, cuando tenía catorce años, en el patio trasero de su colegio. Doce años más tarde su cuerpo y su mente le explotaban por dentro sin poder controlarlo ante una completa desconocida.
La vio subir al avión con su caminar parsimonioso. Se sentó en una de las filas traseras. Ellos tenían asientos asignados al final del todo, en la cola.
Ya en sus asientos, vio que el avión iba casi vacío. Apenas habían filas llenas. Supuso que porque era el primero de la mañana y a nadie le gusta madrugar. A él menos que a nadie, y menos cuando por su horario de trabajo tenía el metabolismo cambiado, nocturno. Pero eso ahora le parecía una nadería, porque ella estaba allí y podía verla sin que ella ni siquiera se percatara.
No podía dejar de mirarla. Ella estaba unas pocas filas delante, sentada junto a una ventanilla, y colocaba el bolso, la chupa y el pañuelo en el asiento contiguo, vacío, mientras se abrochaba el cinturón. Después procedió a colocar el bolso entre sus piernas y la chupa y el pañuelo en su regazo. Se preguntó cómo sería estar en su regazo. Le pareció el lugar más acogedor del mundo. Deseo poder acercarse y acomodar su cabeza en su regazo, y que, sin mediar palabra, ella le acariciara su cabello largo y oscuro. Cerró los ojos y saboreo aquel momento imaginario de intimidad.
Mientras se encendían y apagaban luces dentro del aparato y una voz grabada proporcionaba instrucciones de seguridad durante el vuelo, fantaseó con, a su vez, poder acariciar su pelo lacio brillante, y pasar los dedos por sus labios carnosos y rosados.
Había una sensualidad en los movimientos de ella poco común. Unos rasgos dulces y aniñados, un aspecto juvenil y una oscilación en cada parte de su cuerpo que le agitaba la garganta.
En algún momento sus amigos se dieron cuenta de que su mente estaba completamente fuera de la conversación. Se rieron de él cuando percibieron el objeto de su mirada, inmutable, como fijada con pegamento a aquella chica desconocida. Uno de ellos le dijo “Esa piba no te la pillas, así que no te recalientes, boludo”. Tenía razón. No era una piba cualquiera, no era una niñata fiestera de sexo esporádico sin implicación emocional. Él mismo sintió que no podría mantener ese tipo de relación, tan frecuente durante la temporada de trabajo, con ella. Fue consciente por un momento de que le sucedía algo intenso y diferente. Estaba claro que sus amigos no captaban la esencia de lo que estaba sucediendo, ya que simplemente le ignoraron y continuaron con sus mofas. Agradeció aquella ignorancia por parte de ellos para poder continuar dedicando todos sus sentidos a la musa que le había conquistado sin ni siquiera mediar palabra.
Despegaron. El avión se posó con ciertas turbulencias sobre las nubes. Se apagaron las luces de mantener el cinturón abrochado y, sin pensarlo, se levantó y se sentó el asiento justo detrás de ella.
Pudo verla de cerca por primera vez. Se le aceleró el ritmo cardíaco tanto que pensó que ella podría oírlo. Ese pensamiento hizo que automáticamente se acelerara más y más, hasta dejarle sin aliento. La miro por el estrecho espacio que quedaba entre el respaldo de su asiento y la ventanilla por la que ella miraba sonriente. Con una sonrisa moderada que iluminaba todo su semblante. No llevaba maquillaje. Era una belleza natural. Pudo apreciar que seguramente ella era mayor que él, mayor de lo que había imaginado en un primer momento. Quizá rondaba los treinta. Tenía pequeñas pecas en la nariz y unos ojos marrones intensos y brillantes. Pudo apreciar unas minúsculas ojeras, supuso que por el horario del vuelo. Olía a flores y campo, un perfume sencillo y agradable.
La continuó mirando fijamente sin poder evitarlo, sin ni siquiera percibir que ella se daba cuenta y se giró hacia él curiosa ante su presencia inadecuadamente tan cercana.
Sebas se sintió como un niño pillado haciendo una trastada. Enrojeció y cambio el objeto de su mirada a la ventanilla, sin siquiera observar el hermoso amanecer que se presentaba ante ellos.
Ella volvió su mirada hacia la ventanilla. Él volvió su mirada hacia ella. La vio como oteaba el horizonte nublado, matizado con mil colores provocados por el reflejo de los primeros rayos del sol. Mantuvo su sonrisa. Esa sonrisa especial, deslumbrante, abrumadora.
En un alarde de valentía Sebas le dijo a la chica “Es lo más relindo que he visto nunca”.
Ella le miró, y él pudo percibir la sorpresa en su bello rostro. Volvió la mirada hacia el cielo y le contestó “Es cierto, es muy bonito”. Tenía una voz melodiosa y sincera. Sin duda ella se refería al espectáculo que ofrecía el edén de algodones al otro lado de la ventanilla.
La tenía tan cerca, sentía su aliento fresco y mentolado. Sentía la calidez de su piel. Sentía su sublime divinidad. Imaginó el futuro: quería que fuera el amor de su vida, la madre de sus hijos, la mujer maravillosa con quien envejecer. Pero sólo disponía de apenas una hora para que ella también lo supiera. Después aterrizarían y sus vidas continuarían. Quién sabía quién era ella, a dónde se dirigía y por qué. Quién sabe si el dado azaroso de la vida la volvería a poner en su camino, le volvería a dar la oportunidad de sentirla.
El arrebato de temor que le envolvió como una puñalada trapera se transformo en valentía. Aclamado por el impulso de su pulso acelerado, dejó brotar las siguientes palabras en su boca “Me refería a vos”.
Ella le miró. Le escrutó con una mirada sorprendida y complacida a partes iguales. Un atisbo de esperanza lleno los pulmones de Sebas. Ella sonrió abiertamente, divertida. Se sonrojó, agachó la cabeza en un gesto avergonzado y al volver a mirarle ella le transmitió la sensación de que era un niño pequeño a quien iban a reprender por haber hecho algo equivocado pero inocente, sin reproches y con cariño. Con ternura ella le contestó “Seguro que allá donde vayas habrá una chica que merezca un piropo tan bonito”.
Dando la espalda a Sebas dio por zanjada aquella extraña conversación entre dos completos desconocidos.
Sebas se quedó el resto del vuelo en el asiento tras ella, observándola con amor y tristeza.
Ella se mantuvo en su asiento, sin atisbo de malestar por lo sucedido. Quedó pensativa, deseando con sinceridad que allá donde fuera aquel intrépido muchacho encontrara al amor de su vida, le dijera aquellas hermosas palabras, y fueran correspondidas.
Texto de Sara de Miguel y fotografía de Tomeu Mir.
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